viernes, 16 de enero de 2015

CUENTO. RECUERDOS DE PALACIO DE LA PRIMERA DUQUESA DE RIÁNSARES. ( II )

Cuento original de Raúl Amores Pérez.

Publicado en la revista CASTILLEJO, de Tarancón, número 1 del Primer Semestre de 1.997, pp. 11 a 13.


IIª PARTE


continuación...
Ahora, ahíta por el goce recibido minutos atrás por su ya caballero del Toisón de Oro, investido el año pasado, por su Duque de Riánsares y Duque de Montmorot; ahora tras empaparse en el efluvio que queda tras el velo de dos cuerpos enamorados que han entremezclando sus aromas y sus deseos, que habían hecho de la noche una torre de marfil protectora del exterior, abismándose en un silencio entrecortado por el roce de las sábanas y el jadeo frenético que afirmaban sus sentimientos, llegando a ser 'la Amada en el amado transformada' 19 , habiendo sido la vida renovada, de modo que 'ni trabajos ni penas,/ ni el dolor que se sufra,/ ni la ira dolorosa,/ ni el mal que padezca' 20 le apartaran ya un sólo día de su esposo, recordó aquella tarde otoñal del mes de noviembre de 1.833 en El Retiro, donde a la sombra de unos álamos angustiados, mordisqueando sus labios y secándose las lágrimas con un bordado pañuelo de seda, lloraba la muerte de su bien amado esposo.


Era mucho el tiempo dedicado a un amor apenas convertido en cariño, ya fuera por la diferencia de edades o por el contraste de caracteres, ya fuera por lo poco agraciado del cónyuge, con sus 'narizotas, cara de pastel' 21 y su enorme miembro viril; pero también había sido mucho el empeño puesto en llegar a ser una digna esposa del rey de España.


Y es que era tanta 'la hermosura de la Reina, su gracia y gentileza (...). Vestía de negro. Su peinado de tres potencias, con la real diadema y el velo blanco que graciosamente le caía sobre los hombros; la pedrería que el cuello y entre los graciosos moños de su pelo ostentaba; la majestad de su rostro; la sonrisa hechicera (...)' 22 .


Mientras susurraba entre llanto y llanto el nombre de 'Fernando', como eco de ruiseñor, aquel Agustín Fernando (cosas del destino, también Fernando, aunque no tan taimado como el VII) se aproximó a ella.


—¡Mandáis algo, Alteza!

—¡Eh!, dijo sobresaltada María Cristina. No, nada, caballero, podéis retiraos.


Erguido, con un pulcro traje, se presentó un esbelto Guardia de Corps de ojos oscuros, destellando un brillo inteligente, de sonrisa franca emboscada por un bigote poblado que era escoltado por dos atirantadas patillas. El joven la observó durante unos instantes, entre inquisidor y complaciente, para luego hacer un saludo cortés y deslizarse con discreción a unos pocos pasos, dejando que el caprichoso y romántico escenario lleno de pesadumbre, pudiera recrear la atmósfera otoñal que tan sutilmente se estaba dibujando.


No atinaba el soldado a comprender el porqué de esa mirada viva y encendida de deseo de la Reina, como embelesándose en el espejo de su iris, dejándose arrastrar por el tiempo, intentando que el fluido de su pensamiento penetrara en él. Aquella mirada, antes persistente, como indicio de pesar y tristeza, iba mudándose cada vez en más lánguida, más amorosa. Y tuvo que alejarse un tanto más del cerco que María Cristina le iba preparando.


Caída la tarde, la Reina abandonó el estrado de su dolor, encaminándose con paso quedo hacia el simón que le habría de conducir a Palacio. Cuando estaba dentro y dispuesta a partir, interrumpió, una vez más, sus pensamientos, aquel jovenzuelo atrevido:


—Disculpad, Majestad. Se os ha caído este pañuelo. Pensé que os gustaría recuperarlo.


La Reina, que esperaba la reacción del soldado, adelantó su mano para recibir aquel pedazo de tela que llevaba bordado en una esquina el nombre de 'M. Cristina'. Y aquella mujer viuda, deseosa de calor, de unos brazos hospederos y discretos, con disimulo otorgante retuvo por un instante la mano del taranconero, mientras le ofrecía esa verónica de su pesar como prenda. Y él, paloma blanca trémula, embalsamado por el perfume a lavanda de su señora, entrecortada la voz, le dijo:


—Perdonad Majestad mi intrepidez, y quizá fuera descortesía, que acepte la gentileza que queréis tener para conmigo, pues tened por cierto que con él me habéis hecho el hombre más dichoso que mora en esta tierra, por haber recibido un inmerecido galardón de manos de tan ilustre señora.


La expresión, tildada de aires románticos, hecha de palabras copiadas de esos folletines tan de moda en la época, hizo sonreír a la Reina, y complacida, le invitó a sentarse junto a ella en el simón.


El hecho transcendió de tal manera, que circuló por toda la corte, como aquellos versos de Mesonero Romanos: '¿quién dirá las aventuras,/ las intrigas, los honores/ que valieron al marqués (a la Reina, en este caso)/ estos cuatro tablones?' 23 .


El paseo agradó mucho a la Reina 24 , quien en privado preguntaba por el tal don Agustín, pues era mucho eso de nombrarlo también Fernando, con los recuerdos que le traía ese nombre. Y es que, como cantara el provenzal 'así, por los ojos llega el amor al corazón,/ pues los ojos son los exploradores del corazón/ y los ojos van reconociendo/ lo que al corazón le agradaría poseer' 25 .


Hasta que un 17 de diciembre de 1.833, dispuesta a entregar su cuerpo y alma a ese hechicero de sus sueños, se hizo conducir a la hacienda segoviana de Quita-Pesares, cercana a San Ildefonso. Allí, lejos de las miradas confabulantes y maquineras de los siervos sin escrúpulos, teniendo como testigos a D. Francisco Arteaga y a Carbonell, que amablemente distrajo con otros asuntos, se rindió tórrida y ferviente a aquel Agustín Fernando Muñoz por el que tantas noches había pasado en vela.


¡Oh, gozo sobre gozo! Pasión atizada por una boca complaciente, que besaba con suavidad, con mimo; fortaleza de brazos estrechando su cuerpo, doblándola como mimbre aireado por la brisa serrana; susurros sucumbiendo y entregándose...


Y luego, tras casarse tan secretamente, y ser nombrado Chambelán de la Reina Regente su Agustín Fernando, olvidando aquello de ser cónsul en Génova 26 , las malas lenguas desataron su veneno de áspid. Carne de carroña infestando siempre al pueblo contra su Reina, a la que tanto se adoraba.


Ahora, sentado, como se encontraba el duque, echando todo su apoyo hacia el respaldo, con las piernas abiertas y la mirada vacía, le vino el mal recuerdo de La Granja, aquel 12 de agosto de 1.836, de enrarecida atmósfera, haciendo preludiar tristes sucesos. ¿Por qué hubieron de estar tan lejos de su Señora los oficiales de la Guardia, boquiabiertos y copados de vino, escuchando los compases de 'L'esule di Roma', de Donizetti, rítmicamente modulados por la Alberti, olvidando servir a quien por juramento se habían comprometido a proteger? ¿Por qué, mientras, intrigando a espaldas de su Reina, dieciocho sargentos báquicos, de caras retorcidas y espumantes, rabiosos como perros, irrumpieron feroces en sus aposentos?

Sobresaltada al principio, pero mostrando el arrojo y el valor de una Reina, se desgañitó lanzándoles todo tipo de improperios, intentando dejar las cosas en su sitio. Pero ellos, enfilándole con sus sables, profiriendo insultos al consorte unos, otros conminándole a que aconsejara a la Reina a que firmara un decreto restableciendo la Constitución de 1.812, se hicieron pronto con la situación 27 .


Calmado un poco el ambiente, les interpeló la Reina:


—¿Y por qué queréis que se reinstaure esa Constitución?

—Señora, era mejor antes. El año 1.812, en La Coruña, de donde yo soy, no había impuestos sobre el tabaco y la sal 28 . Es nuestra mejor arma para que España deje de ser gobernada por el clero.


Vacuas palabras en mente tan hueca. Razonar no se podía, por lo que no habría más remedio que transigir.


Días atrás había leído un panfleto carlista que señalaba que 'la verdadera sensatez consiste en no transigir con la revolución; en no satisfacer las desmesuradas exigencias del insolente populacho; en reprimir el fatal espíritu de innovación de este siglo presuntuoso' 29 . Cuánta razón, pensaba para sí, tenían, pero...


La Reina, mirando de soslayo a su esposo, que estaba retenido, sentado en un sillón, con tres sables por corbata, le susurró:


—Ese judío goliático de Mendizábal, con los títeres de Calatrava y López, son los que han maquinado esta rebelión, pagando a estos mequetrefes. Parecían una ñoñez las rebeliones del populacho en Andalucía, pero ya ves, ahora nos hallamos en sus manos. Pronto, traed pluma y tinta, que lo firme.


Y así comenzó el principio del fin, que había de llevarles por primera vez al destierro.


Pero ahora, ante el olor a pan recién hecho, en su nuevo palacio de Tarancón, duquesa de Riánsares; ahora, ante la imagen de su Agustín Fernando vistiéndose, todo parecía lejano, como un sueño que había que olvidar, que en realidad no había sucedido... Y recordó aquellos versos que los poetas llegaron a dedicarle: '¡Cuán hermosa! ¡Sus ojos celestiales/ cuán apacibles miran!/ Ved en su frente pura/ la majestad grabada y la dulzura; / mirad en su mejilla/ la rosa del pudor encantadora./ Al Consorte Real (don Fernando Muñoz), que en ella adora/ no menos la virtud que la hermosura,/ ved 'cuán tierno sonríe/ su labio de coral!' 31 .






NOTAS.

19

Verso de san Juan de la Cruz de su canción del alma "Noche Oscura":
¡Oh, noche que guiaste! ¡Oh, noche amable más que la alborada! ¡Oh, noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!

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20

Cit. en Bermejo, José María.- La vida amorosa en la época de los trovadores. Madrid, Temas de Hoy, 1.996, pág. 92.
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21

¡«A este rey, aunque poco agraciado físicamente, narizotas, cara de pastel, lo compensó la próvida naturaleza con un miembro viril de dimensiones extraordinarias, a lo que atribuyeron los médicos su falta de descendencia con las tres primeras esposas. Cuando llegó a la cuarta, su sobrina doña María Cristina, una mujer delgada y frágil, le prescribieron una especie de almohadilla perforada en la que ensartaba el pene para reducirlo a una longitud razonable antes de copular.»!
Eslava Galán, Juan.- Historia secreta del sexo en España. Madrid, Temas de Hoy, 1.996, pág. 253.

Y es que, como recuerda Pazos Kanki, Vicente.- Memorias histórico-políticas de don Vicente Pazos. Tomo I. Londres, Impreso por el autor, 1834, pp. 296-297, los liberales hacían correr esta copla allá por 1.822, copla que quedó en la memoria colectiva para siempre:
«Los más fogosos oradores de la "Fontana de Oro" subieron á la cátedra ó tribuna á denunciar los anti-liberales, estigmatizándoles con los epítetos más irritantes, estimulando el odio de la plebe contra ellos: sus discursos llenos de vehemencia conmovían y electrizaban á la multitud que arrebatada de cólera corría en grupos á las puertas de Palacio y entonaban allí la canción más soez é insolente que el numen poético de la peor taberna pudo jamás producir. Tal era el cantar injurioso y chocante dirigido á la persona del Rey que principiaba ─"Ese narizota cara de pastel"... y terminaba con el refrán de
"Trágala, trágala, tú servilón,
Trágala, trágala, la constitución".
Para sufrir con sangre fría insultos de esta especie seria necesario que el Rey no huviese (sic) tenido hiel, ó la sensibilidad común á todo hombre; así es que al oír estas serenatas, arrebatado de ira, olvidando su dignidad, involuntariamente prorrumpía en cantares igualmente soezes que la decencia prohíbe repetir. Estos insultos encangrenaron (sic) de tal manera el corazón de Fernando, que declaró oficialmente, en ocasión posterior, que si alguna vez se le persuadiese ú obligase á restituir, aprobar ó restablecer el régimen constitucional, se tuviese como írrito y nulo el hecho, y como actos que no le eran voluntarios: resolución que conservó hasta el fin de sus días.»

Pues bien, la copla, con sus diversas variantes, incluso del propio Fernando VII, como refirieron sus más allegados, viene a ser más o menos así:
Ese narizotas
Cara de pastel
Es el buey que araba
Allá en Aranjuez.

Ese narizotas
Cara de pastel
Que a los liberales
No nos puede ver.

Ese narizotas,
Cara de pastel
A blancos y a negros
[es decir, a absolutistas y liberales]
Nos quiere moler...
Cfr.: Gutiérrez Gamero, E..- Mis primeros ochenta años. Memorias, Madrid, Editorial Atlántida, 1925, pág. 52.


Y que iba generalmente acompañada después por el "trágala":

Trágala, trágala, tú servilón,
Trágala, trágala, la constitución.


Unas variantes, que puedes escuchar musicadas, son:
EL NARIZOTAS.

Ese narizotas
Cara de pastel
Ya me entiende usted
Ya sé yo quién es,
Dijo que a las siete
Y vino a las tres
Ya me entiende usted
Ya sé yo porqué.


EL TRÁGALA.

Dicen que el Trágala
Es insultante
Pero no insulta
Más que al tunante.

Trágala... y muere
Tú servilón,
Trágala...
Tú que no quieres
la Constitución.

Tintiri tin tin tin
Mueran serviles
Tintiri tin tin tin
Porque en España
Se mueren las chinches.

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22

Pérez Galdós, Benito, Mendizábal. Buenos Aires, Tecnibook Ediciones, 2.011, pág. 52.
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23

Romanos, Mesonero.- 'El coche simón', in Panorama matritense. Madrid, Mellado, 1.862, pág. 61.
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24

El relato de este encuentro lo refiere en lugar distinto su nieta doña Eulalia de Borbón (Memorias de doña Eulalia de Borbón, infanta de España. Madrid, Juventud, 1.967, pág. 16), hija menor de Isabel II, en un viaje camino a La Granja de San Ildefonso, de esta manera:
«A mitad del camino comenzó mi abuela a echar sangre por la nariz, y la hemorragia continuó hasta consumir los pañuelos de que disponían sus damas de honor. Fue preciso, en el apuro, acudir al oficial de la escolta, que, doblegándose sobre la montura, extendió hasta la acongojada reina un pañuelo. Un minuto después, pasado el mal, Cristina sacó del coche la mano, pulida y blanca, y con amable sonrisa devolvió la prenda al capitán Muñoz, quien, bizarramente y con gesto galante, se lo llevó a los labios...»

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25

Son versos de Guiraut de Borneilh. Cfr.: Bermejo, José María, op. cit., pág. 107.
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26

En 1.834.
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27

Vid. nuestro artículo, en este blog sobre los sucesos de La Granja. Además, lo cierto es que "Cristina sólo consintió (firmar) cuando, después de fracasar sobornándolos, le amenazaron con matar a Fernando Muñoz en su presencia" (Miguel Ángel Ordóñez.- Dos siglos de bribones y algún malandrín. Madrid, Edaf, 2.014).
Estos sucesos, son narrados así:
« En la calurosa noche del 12 de agosto, una vez acostadas las niñas tras la cena familiar, María Cristina y Fernando se encontraban en el balcón principal de sus habitaciones observando el correr de las fuentes de los jardines del palacio y respirando el aire puro que procedía del frondoso bosque que le rodeaba, cuando de la puerta de la fachada principal llegaron rumores del golpeo de fusiles contra el suelo. Precipitadamente se abrieron las puertas de las habitaciones y un gentilhombre de cámara entró corriendo y balbuceante anunció a la reina Regente que la Guardia se había sublevado. Reaccionó de forma inmediata Fernando Muñoz, intentando correr a conocer lo sucedido cuando fue detenido por la imperiosa voz de su mujer que, con aplomo y serenidad, aconsejó a su marido que permaneciese encerrado en su dormitorio y no saliese de allí pasase lo que pasase, ya que solo a ella le correspondía averiguar lo sucedido.

Por la galería del palacio que conducía a las habitaciones reales, se escuchaba el tintinear de espuelas y el arrastrar de sables acompañando al ruido de fuertes pisadas que se dirigían al encuentro de la reina Regente. Con toda frialdad y firmeza, en actitud majestuosa, María Cristina de Borbón esperó de pie, detrás de una mesa, la llegada de la comitiva. Los sargentos Alejandro Gómez y Juan Lucas, que encabezaban la marcha, se acercaron hasta la reina Regente, y tras arrodillarse y besar su mano, la conminaron para que firmase la Constitución de 1.812. Se resistió María Cristina con argumentos y promesas, mientras que desde el patio del palacio aumentaban los gritos y se escucharon los primeros disparos. Los sargentos no entraron en razones pues no estaban dispuestos a marcharse sin obtener lo que les había motivado a sublevarse y ante las sólidas amenazas que promulgaron, de cuyas intenciones de su cumplimiento no le quedaron a la Reina Regente la menor duda, María Cristina se vio obligada a firmar el siguiente manifiesto:

<Dado en San Ildefonso a 13 de agosto de 1.836.

Yo la Reina Regente.>>

Martín Escribano, Ignacio.- La plaga de los borbones. Madrid, Visión Libros, pp. 246-2476.

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28

Así lo cuenta Carr, que contestó uno de los sargentos. Cfr. AA. VV..- Nueva historia de España. Liberalismo y absolutismo. Vol. 15. Madrid, Edaf, 1.974, pág. 21.
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29

Cfr. AA. VV..- Nueva historia de España. Liberalismo y absolutismo. Vol. 15. Madrid, Edaf, 1.974, pág. 49.
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30

Pérez Galdós, Benito.- Mendizábal. Buenos Aires, Tecnibook Ediciones, pág. 52.
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