miércoles, 13 de noviembre de 2019

MOMENTOS HISTÓRICOS. UN MATRIMONIO SECRETO.

Narración del encuentro amoroso y matrimonio de la reina María Cristina y Fernando Muñoz.


MOMENTOS HISTÓRICOS. UN MATRIMONIO SECRETO.

Artículo de Diego San José,
publicado en "La Esfera", el 25-12-1920, pág. 35.


CORRÍA el mes de Diciembre de 1833; mal cariz mostraba la salud del Reino, pues ya comenzaban a fulgurar los chispazos de la guerra civil, que Fernando VII (por no dejar cosa grata en devoción de su memoria) dejó preparada al partirse para la eternidad.
María Cristina, que sin duda no tenía grandes motivos pasionales para conservar en su corazón los crespones de la viudez, quiso apartarse lo más que le fuera posible del aluvión de intrigas y sinsabores políticos que desasosegaban su espléndida mocedad, y ¿quién podría ofrecerle este apartamiento tan bien como Amor, padre del mundo?
Unida por conveniencias diplomáticas a un hombre que por la edad bien pudiera ser su padre (y cuando esto no, ya tenía bastante con ser tío), no pudo gustar las delicias del verdadero amor. Harto hizo con no dar pábulo a la maledicencia, guardando fidelidad a un marido achacoso, grosero y nada agradable.
Obligada a mantener en el Trono a su hija Isabel, no le quedaba espacio para anunciarse entre los Príncipes de Europa como viuda en buen estado, y miró en torno suyo que sin duda habría de encontrar pronto el galán apetecido.
Así como su difunto, cuando quedó viudo de la mojigata Doña María Josefa Amalia y se trató de casarle nuevamente con otra princesa alemana, exclamó: No más rosarios, dijo ella, sintiendo el ansia de matrimoniar por segunda vez: No más alifafes, no más emplastos.
Y cuentan las crónicas privadas y, finalmente, el austero libro de la Historia, que entre los individuos de la Guardia Real que escoltábala en sus diarios paseos por la Casa de Campo y el camino de El Pardo, figuraba un gallardo mozo de tan gentil presencia, que ya antes de la muerte del Rey había acuciado la curiosidad de la Soberana. Era simple soldado, llamábase Fernando Muñoz y decían que era hijo del estanquero de Tarancón.
Desde el punto y hora que reparó en su gentil guardián, siempre que la Reina salía a su diurno paseo agasajábale con la más encantadora de sus sonrisas.
Parece que una tarde, al bajar del coche, mandóle Amor que la favoreciese de alguna manera más expresiva, y fue, dejando caer el pañuelo, que el afortunado se apresuró a poner en manos de la caprichosa Soberana, aunque sin pensar, ni con mucho, en la verdadera causa de tales deferencias, pues no imaginábase que nacían todos los días afortunados como el Principe de la Paz...
María Cristina agradeció la galantería con su más placentera y subyugadora sonrisa. Muñoz creyó que era un exceso de benevolencia, y no tuvo atrevimiento para otra cosa que para besar la regia mano que se le ofreció sin guante...
Sin duda quie la regia enamorada hubo de lamentar la cortedad de su vergonzoso, como aquella Princesa Magdalena de la inmortal comedia de Tirso.

***

El 17 de Diciembre dispuso Su Majestad hacer una excursión al Real Sitio de Quitapesares, que está más allá de Segovia, en el camino de La Granja. La estación no podía ser más propicia; el tiempo era crudísimo: las nieves y los hielos habían puesto el camino intransitable, y era casi seguro que estuviese cerrado el puerto de Guadarrama; pero Amor le mandaba aquel capricho, y no había sino obedecerle. Los consejos médicos, las necesidades políticas, la etiqueta cortesana, nada tuvo fuerza bastante para hacerla desistir.
Bien escaso era el acompañamiento que eligió para la expedición: el ayudante general de Guardias, Palafox, el gentilhombre Carbonell y el agraciado Fernando Muñoz...
Apenas amaneciera, se emprendió el viaje, y durante la primera jornada aún intentaron los forzados servidores, a quienes de tal manera se exponía a los rigores del tiempo, disuadir a la caprichuda Soberana; pero nunca la angélica Cristina se había mostrado tan tenaz y autoritaria; era su deseo pasar las Navidades en la regia posesión, donde no alcanzaran ni las intrigas de la Corte ni las molestias de la política.
Llegaron al puerto; las mulas apenas podían avanzar; el coche se estancaba unas veces entre el fango, y otras, por más que fuéranle apretados los tornos, deslizábase por la nieve con la celeridad de un troíka.
En uno de aquellos rápidos descensos fue mucha fortuna que se interpusieran unas carretas, que traían madera de los pinares de Balsaín, y contra ellas fue a estrellarse el vehículo, que de no haber topado con tal obstáculo hubiérase despeñado muy bien, acabando así con la maternal regencia de Isabel II.
Uno de los maderos quebró el cristal del coche y fue a herir el rostro de Su Majestad. Rápidamente saltó D. Fernando de su aterido cuartago, y haciendo tiras el pañuelo acudió a restañar la sangre de su Reina y señora.
Ella se dejó atender muy holgadamente, y para mejor permitir el solícito cuidado, se creyó en el caso de desmayarse, como cualquier damisela de las que leían a Chateaubriand, Víctor Hugo y Walter Scott...
Durante el tiempo que duró la obra de poner expedito el camino, cosa que no se pudo conseguir hasta el siguiente día, por lo que fue necesario pernoctar en una miserable venta cercana, apenas se separó de su salvador, si no fue para descansar unas horas durante la noche.

***

El 28 de Diciembre de 1833, a las siete de la mañana, en la finca de Quitapesares (nunca la regia posesión hizo tanto honor a su nombre), celebrábase el matrimonio secreto de la Reina Regente de España con el ya gentilhombre don Agustín Fernando Muñoz, que más adelante ostenta los títulos de duque de Riánsares y de Montmorot.
Este enlace no fue reconocido por las Cortes del Reino (aunque ya anteriormente, por despecho, lo había publicado Espartero) hasta el 8 de abril de 1845...


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