miércoles, 27 de mayo de 2015

AÑO 1829. Visión literaria de Ramón Mesonero Romanos de la llegada de María Cristina de Borbón a Madrid

Memorias de un setentón
natural y vecino de Madrid
escritas por
El Curioso Parlante

Tomo II (1.821-1.850)

Capítulo III

II.-

Fernando VII, en quien el deseo de ver asegurada su sucesión directa predominaba sobre todos los demás, sintiéndose, aunque entrado ya en los cuarenta y cinco años de su edad, con fuerzas para determinarse a encender por cuarta vez la antorcha de Himeneo, no vaciló un momento en tal resolución, y escogió resueltamente para compartir su lecho a la Princesa MARÍA CRISTINA, hija de los reyes de las Dos Sicilias, y su sobrina carnal. Y tan acucioso anduvo en ello, que aun sin dar a la memoria de Josefa Amalia el tiempo necesario que el uso y la etiqueta, cuando no el sentimiento, imponen, emprendió la demanda, aceleró los trámites del negocio, y tanto, que aún no habían transcurrido siete meses desde el fallecimiento de aquella señora, cuando el 11 de Diciembre de 1829 entraba en Madrid y se unía a él en conyugal lazo la excelsa y hermosísima CRISTINA.

Venía acompañada de sus augustos padres Fernando IV de Nápoles, y de su esposa María Luisa, hermana de Fernando VII, y un hermanito en lactancia, el Conde de Trápani; y llegaba precedida de gran fama (que por cierto no defraudó) de su extremada discreción, hermosura y gentileza. Un vestido azul celeste -color que desde entonces fue adoptado por sus numerosos partidarios con el epíteto de azul Cristina- y un sombrero blanco con plumas del propio color del vestido realzaban su deslumbradora belleza, al paso que su afabilidad y continente majestuoso y digno arrastraban tras sí todos los corazones. -Al lado de la portezuela del coche cabalgaba airosamente el rey Fernando, que con su figura semi-colosal y su expresiva fisonomía no deslucía personalmente la majestad de la Corona, y seguía toda la Real familia y suntuosa comitiva, que atravesó el largo trayecto que media entre la puerta de Atocha y el Real palacio, por entre vistosos arcos, templetes, guirnaldas y banderolas, dispuestos con mejor gusto que en otras ocasiones por la Municipalidad matritense, y de una lluvia de flores, palomas y versos, con que el inmenso pueblo saludaba a la nueva Reina, de quien esperaba su redención.

Las musas castellanas, por medio de sus más egregios representantes, entonaron cien y cien preciosos cánticos en su loor; Gallego, el Duque de Frías, Arriaza, Durán, hasta el mismo Quintana (solicitado expresamente por el Rey), rompieron en obsequio de Cristina su obstinado silencio; y la nueva generación poética, Vega, Espronceda, Bretón, Alonso, Gil Zárate y Pezuela secundaron decorosamente aquellas solemnes manifestaciones de los maestros del arte. ¿Qué más? Hasta mi pobre musa, que tan apartada se mantuvo siempre de estas demostraciones hacia objetos augustos, seducida por el entusiasmo general y venciendo su natural retraimiento, saludó a Cristina con este trivial y descolorido soneto:

Pura como la luz de la mañana,
Bella como la flor de la azucena,
Feliz trasunto de la Italia amena,
Que en tu beldad se reflejó lozana;
Tal, dando vida a la región hispana,
Vienes, ¡Cristina!, y a tu vista suena
El eco del placer; calma la pena,
Y huye y se esconde la discordia insana.
Llega, ¡oh Reina!, a triunfar; y la amargura
Que a la ibera nación entristecía
Disipa con tu faz encantadora;
Cual suele aparecer en el altura,
Tras el horror de la tormenta umbría,
Iris alegre que zenit colora.

El entusiasmo, en fin, hacia la persona de la Reina, producido por el instinto público, que acertó a adivinar en ella la futura restauradora de sus libertades, no decayó un solo momento; antes bien se acreció de día en día con la declaración oficial del embarazo de S. M. (8 de Mayo). Fernando, que tenía fija su atención en esta esperanza, había hecho publicar en 20 de marzo, la pragmática sanción de las Cortes del reino de 1789, no promulgada, en que se derogaba la llamada ley sálica, impuesta por Felipe V acerca de la sucesión exclusiva a la Corona en la rama masculina; y restablecía la antigua ley de Partida, no interrumpida jamás, por la que se declaraba la sucesión natural de las hembras a falta de hijo varón; ley veneranda y nunca contradicha, que ofreció a nuestra historia los ilustres nombres de las Berenguelas e Isabeles, y que era la misma que habían decretado en la Constitución de 1812 las Cortes de Cádiz, esto es, la que la opinión adoptaba como ley nacional.

Y cuando el 10 de Octubre del mismo año, 1830, dio a luz la Reina a la princesa ISABEL, la inmensa mayoría de los españoles aclamó con entusiasmo a la que un día había de llevar el título de ISABEL II. -Imposible es describir el regocijo general y el suntuoso aparato de las espléndidas fiestas celebradas con este motivo. La Corte, la Grandeza, el Ayuntamiento y los particulares rivalizaron en ostentación con las demostraciones de alegría; la voz de los poetas prorrumpió en sentidos cantos encomiásticos, entre los cuales merecen especial mención la magnífica oda del eminente Nicasio Gallego, y la bella octava del joven poeta Ventura de la Vega, estampada en un transparente de la Casa Consistorial y que conservo fielmente en la memoria:

«Bajo tu imperio, religión sagrada,
Otra ISABEL, orgullo de Castilla,
Las rojas cruces tremoló en Granada,
Lanzando al moro a la africana orilla:
Esta que hoy nace, de la patria amada
Destina el cielo a la paterna silla;
¡Sagrada religión, tú la acompaña,
Y el siglo de ISABEL reluzca a España!».

Todo hacía esperar que tan fausto acontecimiento, y la notoria influencia que había de ejercer en el ánimo de Fernando contribuirían a acelerar un movimiento de tolerancia y de clemencia hacia la idea liberal y sus partidarios proscriptos; pero la impaciencia de estos (que por otro lado no era de extrañar después de siete años de ostracismo), recrudecida por el ejemplo de la revolución de Julio, en Francia, les arrastró en mal hora, y sin dar lugar a espera, a la temeraria empresa de hacer una irrupción a mano armada para derribar al Gobierno, entrando en España por la frontera de Navarra el famoso Mina, al frente de sus huestes, y San Miguel y Gurrea por la de Cataluña. Pero muy pronto, y no hallando cordial acogida en las poblaciones, viéronse derrotados miserablemente y con riesgo inminente de sus vidas, consiguiendo tan sólo, con esta funesta algarada, recrudecer en Fernando y sus ministros las ideas más sanguinarias, que estaban algún tanto amortiguadas. -Volviose a reproducir el terror de 1824; creáronse de nuevo las comisiones militares, que tornaron a ejercer desde luego sus horribles funciones; promulgáronse nuevos decretos de proscripción y de muerte; sorprendiéronse correspondencias y conspiraciones más o menos auténticas, de que fueron víctimas el librero D. Antonio Miyar, el médico Torrecilla, y hubiéranlo sido también el ingeniero Marcoartú y D. Salustiano Olózaga, a no haberse arrojado aquel por un balcón para evitar su prisión, y evadido este milagrosamente de la cárcel de Villa, donde estaba incomunicado. -Y llegó a tal extremo el ensañamiento del bando dominante, que condujo al patíbulo a un infeliz zapatero de la calle de San Antón, llamado Juan de la Torre, por haber exclamado en un momento de exasperación: «Libertad, ¿dónde estás, que no vienes?», y desterró al alcalde de corte, D. Andrés Oller, por haberse negado a firmar este jurídico asesinato. -Cerráronse las Universidades, prohibiose rigorosamente la entrada de los diarios extranjeros, y cesó, en fin, la publicación de todo lo que pudiese oler a ilustración y patriotismo.

Tal era la condición ineludible de aquel Gobierno arbitrario: la de pasar alternativamente desde el más sangriento período de persecución y de lucha al oprobioso de abyección y saña contra todo lo que pareciera conducir a la pública ilustración. -Parapetados en el irresponsable ejercicio de la autoridad, sin trabas de ninguna especie ni en las leyes ni en la opinión (que no tenía medio alguno de manifestarse); seguros, por lo tanto, de la impunidad más escandalosa, los magnates y funcionarios, más absolutos aún que el mismo Monarca, gobernaban a su antojo; hacían y deshacían leyes, y disponían, en favor de sus hechuras y paniaguados, de los destinos, gracias y mercedes que debían ser el premio del talento y la laboriosidad; y auxiliados por una larga cadena de parásitos intermedios de uno y otro sexo, habían convertido en fructuosa granjería, desde las más altas dignidades de la iglesia y de la Magistratura hasta los cordones de cadete o los estanquillos del tabaco. -Ya hemos visto con que desenvoltura ejercían esta omnímoda facultad, desde el Presidente de Castilla, autoridad la más excelsa en aquel Gobierno, hasta los subalternos y porteros, adjudicando al mejor postor grados y mercedes, en tanto que el hombre modesto y de verdadero merecimiento yacía oscurecido, sin hallar medio alguno de darse siquiera a conocer.

Al mismo tiempo, los grandes servicios del Estado, el Ejército, la Marina, la Magistratura, la Instrucción, la Beneficencia y las obras públicas yacían en el más indecoroso abandono; el crédito público puesto en olvido, y el comercio y la industria entregados a la más abyecta nulidad.

La moralidad privada corría parejas con la pública del Gobierno y los magnates. La falta de cumplimiento de sus deberes y compromisos, autorizada por el ejemplo del Gobierno, era cosa corriente, desde el Grande de España, amparado contra sus acreedores con una cédula de moratoria, hasta el inquilino de una habitación o arrendatario de una heredad, que se creía autorizado para no pagar al propietario, por aquella regla de «que al que nada tiene, el Rey le hace libre»; y las quiebras fraudulentas y las violaciones de depósitos entre particulares eran una consecuencia lógica de las ejercidas por aquel Gobierno paternal.

La seguridad pública de la propiedad y de las personas era completamente un nombre vano, por falta de vigilancia en la autoridad. Conocidos son los nombres de los Niños de Écija, Jaime el Barbudo y José María, y otros héroes legendarios de esta calaña, que eran dueños absolutos de carreteras y travesías, y con quienes las empresas de trasportes, y hasta el mismo Gobierno y la Real familia tenían necesidad de entrar en acomodos y pagar tributos, a manera de seguro, por no ser molestados, o bien que, indultados alguna vez de las penas merecidas, venían con ciertas condiciones a convertirse en escolta de los mismos viajeros que antes desvalijaban o hacían perecer. -En las ciudades y en el mismo Madrid no eran menos frecuentes los ataques contra la propiedad y las personas, ejecutados, no con ingeniosos procedimientos ni estudiada astucia, sino franca y descaradamente, en medio del día, en las calles un tanto extraviadas y escalando por las noches los halcones de las casas, violentando las puertas y penetrando en las habitaciones; y en cuanto a las personas, recuerdo, entre otros varios, el secuestro de una señora, vecina de mi casa, arrancada violentamente del brazo mismo de su marido en una noche de verbena de San Antonio, y el de otra, muy conocida también, que saliendo de tertulia en la calle de Atocha, acompañada por un criado, fue arrastrada por dos audaces libertinos hasta el alto de San Blas, donde saciaron en ella su brutal apetito, bien que, sorprendidos a pocos pasos por unos serenos (únicos vigilantes de aquel tiempo), fueron reducidos a prisión, y a los ocho días pagaron en el mismo sitio con sus vidas aquel infame atentado. -Pero ¿qué más? Hasta el mismo claustro se vio contagiado de este desenfreno, siendo teatro del horrible asesinato del Abad de San Basilio, perpetrado por su misma comunidad; y pudiera recordar también otro fraile, agonizante de la Orden de San Camilo, que vi conducir al patíbulo por haber dado muerte, y con los más repugnantes detalles, a una mujer con quien tenía relaciones.

La decantada religiosidad de aquellos tiempos sólo se manifestaba en rosarios, procesiones y solemnidades; pero precisamente en ellas era también mayor el escándalo que la ignorancia de los predicadores producía en el templo del Señor, con manifestaciones de que hoy no se puede formar idea. La indiscreta juventud, que hacía alarde -no del escepticismo moderno, más aparente que real- sino de la más cínica impiedad, seguía este instinto fatal, no contenida, antes bien sobreexcitada por las persecuciones y anatemas y leía con avidez, por espíritu de oposición o resistencia, las obras de Voltaire y Diderot, de Dupuis y de Volney, La Religiosa y La Doncella de Orleans, El Citador, Las Ruinas de Palmira, El Origen de los cultos, La Guerra de los dioses, las obscenas novelas de Pigault Lebrun y la escandalosa, de El Baroncito de Foblas, y otras muchas a este tenor, que hoy nadie conoce, o que sólo excitan desprecio e indiferencia.

Seguro estoy de que si los ilustrados jóvenes que hoy aparentan echar de menos aquella época, de la cual, por un fantástico espejismo, se forman tan bello ideal, pudiesen retrotraer a ella sus miradas inteligentes, retrocederían avergonzados ante espectáculo semejante, ante una situación en que ellos, hombres de superior talento y de sólida instrucción, que tan bien escriben, que hablan tan bien, no hubieran encontrado medio de manifestarse, como hoy lo hacen, por medio de la palabra o de la pluma, y hubieran quedado oscurecidos, y perseguidos tal vez por esta misma afición al estudio. -Y si sus ilustres padres -algunos de los cuales me honraron con su amistad, si no con sus favores, que nunca les pedí- volvieran a la vida, seguro estoy, repito, de que harían conocer a sus dignos hijos lo equivocados que andaban en sus apreciaciones. Y cuenta que todo esto lo dice, casi al bordo del sepulcro, un testigo imparcial de aquella época y también de las sucesivas, con sus vicisitudes, excesos y desvaríos respectivos; pero que, independiente por carácter y por posición, y no habiendo recibido, ni de unos ni de otros hombres, favores que agradecer ni agravios que lamentar, sabe hacerse superior a la influencia de la edad, que impulsa ordinariamente a los ancianos a ensalzar lo pasado a expensas de lo presente, y tiene el valor de rendir sólo tributo a la verdad.


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Capítulo VIII

I.- MADRID FILARMÓNICO Y SOCIAL.

Si la influencia de la reina Cristina no alcanzó desde luego a modificar la marcha política de aquel desatentado Gobierno, ni a dominar de todo al todo el carácter iracundo del Monarca, exacerbado a la sazón con las recientes intentonas de los liberales emigrados, en 1830 y 31, por lo menos no puede negarse que a su gran talento y a su tacto especial debiose una transformación completa en el aspecto lúgubre de aquella corte suspicaz y recelosa, inclinándola a comunicarse con la sociedad exterior y participar en algún modo de su movimiento y su cultura.

Esta sociedad, cohibida y contrariada por el Gobierno en sus aspiraciones políticas, en su expansión y progreso intelectual, a falta de objeto más importante en que ocuparse, había concentrado toda su vitalidad en el movimiento y los placeres de la vida social, y emancipándose del apocamiento y la estrechez en que antes vegetara, modificaba de día en día su actitud primitiva, extendía su mirada a más halagüeños horizontes, y seguía, por un irresistible instinto, la marcha civilizadora del siglo, dejándose dominar por de pronto por el encanto del arte divino de la música, que, al decir de Feijóo, es el único hechizo permitido que hay en el mundo, y cuya dulzura (según Cervantes) compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.

Esta afición de la sociedad matritense hacia la filarmonía no era, como ahora, la expresión de una moda pasajera y de buen tono, sino un verdadero culto, una devoción entusiasta hacia el arte que tan preclaros genios ostentaba a la sazón en un ROSSINI, un DONIZETTI, un BELLINI, un MEYERBEER (en su primera época rossiniana), y sus acertados imitadores Paccini, Vacaj, Ricci, Mercadante, Morlachi y Carnicer.

Y cuando las magníficas creaciones de estos genios insignes tenían en nuestra capital intérpretes tan valiosos como Galli, Maggiorotti, Inchindi, Passini, Trezzini y las divas Mariela Albini, la Lorenzani, la Cortessi, la Césari, la Naldi, la Tossi y la Meric Lalande, no es de extrañar que el público matritense adquiriese, escuchándoles, un exquisito gusto artístico, recibiese una educación musical que produjo una pléyade de excelentes artistas, más bien que aficionados, de ambos sexos, que formaron por entonces el encanto de nuestros salones. -Y pues que en estos recuerdos trato de evocar todas las notabilidades de aquella sociedad en sus diversos aspectos, político, literario y artístico, permítaseme que cite entre las de este último género a las señoritas Baldomera Cruz, Concha Mariátegui, Luisa Zárate, Petra Campuzano, las hermanas Rives, Paulina Cabrero, Antonia Montenegro y Josefa Azcona, y a los señores Ojeda, Díaz, Pérez Moltó, Cagigal, Llorens, Sentiel, -97- Unanue, Reguer, etc., que amaestrados y dirigidos en gran parte por el caballero Reart y Copons, insigne dilettante, y por los maestros Carnicer, Mercadante, Saldoni, Iradier, Albéniz, Masarnau, Espín, Genovés, y otros que no recuerdo, les pusieron en aptitud de competir con los más célebres artistas en la ejecución de aquellas sublimes creaciones del arte musica. La reina Cristina, italiana y artista de corazón, comprendió -98- desde luego la predisposición natural de los hijos de España para el cultivo del arte, y dispuso levantarle un templo digno, creando a los pocos meses de su llegada a Madrid el magnífico Conservatorio de Música y Declamación85, que llevó su nombre, confiando su dirección al inteligente tenor Piermarini y a su esposa, los cuales en poco tiempo le hicieron ocupar un elevado rango entre los de esta clase en el extranjero, y ofrecer en los primeros exámenes y funciones celebradas en su teatro un plantel de jóvenes artistas líricos y dramáticos, entre los que descollaban nombres tan célebres luego como los de Manolita Oreiro de Lema, la Pieri, la Villó, la Plañol, Reguer, Calvete y otros cantantes, y los de Julián y Florencio Romea y Mariano Fernández, en la declamación teatral.

Fernando, estimulado por el ejemplo de su esposa, quiso también fundar algún establecimiento de instrucción que respondiese a necesidades de otro género, y creó, por aquellos mismos días... la Escuela de Tauromaquia en Sevilla; pero, sin embargo, dejándose fascinar por las gracias y talento de Cristina, concurría con ella a las funciones del Conservatorio (aunque tal vez lo hubiera hecho de mejor gana a las del liceo taurino de Sevilla); escuchaba con interés a los jóvenes alumnos, músicos y dramáticos, y es fama que al presenciar la ejecución de la piececita titulada El Testamento, en que se ensayó el precoz talento de Julián Romea, dijo a los cortesanos que le rodeaban, y que cuidaron de hacer circular la frase feliz: «Este muchacho que hace El Testamento empieza por donde otros acaban».

La llegada de ROSSINI a Madrid en el Carnaval de 1831 fue objeto de interés general. Venía acompañado del famoso banquero D. Alejandro Aguado, y fue recibido con el mayor entusiasmo, no sólo por el infinito número de sus apasionados, sino por la corte misma y los altos dignatarios, que se disputaban el placer de agasajar al inmortal autor de El Barbero de Sevilla. Él, por su parte, parecía simpatizar con nuestro país, que era también la patria de su esposa Isabel Colbran; gozaba mucho al verse objeto de aquellas atenciones, y para corresponder en algún modo a ellas, compuso y dedicó a la reina Cristina una bellísima canzone titulada La Passggiata (que conservó impresa), y prestándose al deseo manifestado por el comisario de Cruzada, señor Varela, que fue el que se excedió en recibirle magníficamente, escribió para él expresamente su obra maestra, el Stabat Mater, que, a juicio de muchos, es el mejor florón de la corona del Cisne de Pessaro. Aquel espléndido magnate correspondió cumplidamente a tan inapreciable obsequio, y conservaba con exquisito cuidado en un precioso estuche la pluma con que el gran maestro escribió esta inmortal composición, que después dio la vuelta al mundo artístico, y fue estrenada en Madrid la tarde de Viernes Santo del año siguiente (1832) en la iglesia de San Felipe el Real, con el aplauso y entusiasmo a que es merecedora.

Rossini, asistiendo a las funciones expresas que le dedicó el Conservatorio, se manifestaba sorprendido al ver la predisposición natural y artística de los españoles para la música, y no se cansaba de expresar su satisfacción al hallarse en la patria de su grande amigo y colaborador Manuel García. Yo mismo se lo oí repetir en un baile de máscaras en casa del Duque de Híjar: por cierto que, animado por mi entusiasmo filarmónico rossiniano, me atreví a dirigirle un soneto improvisado, que escuchó con señaladas muestras de satisfacción, rogándome que se lo diese por escrito, como así lo hice, remitiéndoselo al siguiente día a la casa en que habitaba.

Mi soneto decía así:

A ROSSINI EN MADRID

¿Dónde Rossini, irás, que el peregrino
Son de tu lira, que envidiara Orfeo,
No te renueve el público trofeo
Que a tu genio sin par unió el destino?
Vuela tu nombre, salva el Apenino,
Traspasa el Alpe, cruza el Pirineo;
Ni el ancho mar, ni el Atlas giganteo
Límite oponen al cantor divino.
Tú, empero, de tu fama el raudo vuelo
No pretendas seguir; la patria mía,
Que hoy te recibe, goce tu tesoro.
Pulsa tu lira en el hispano suelo;
Repetirá su mágica armonía
El eco fiel del matritense coro.

No eran solo los goces de la filarmonía a los que se entregaba con entusiasmo la sociedad madrileña, sino también a los que le brindaban sus condiciones innatas de amabilidad y franqueza en agradables saraos, bailes y tertulias, en que, desterrado el apocamiento primitivo de la antigua sociedad, que dejé consignado en capítulos anteriores, se matizaba ya con ese agradable colorido de elegancia sin sequedad, cortesía sin afectación, franqueza sin exceso; con ese buen tono, en fin, que aún hoy la distingue y forma el encanto de nacionales y extranjeros. -No había entonces periódicos ni gacetillas que anunciasen urbi et orbi que los señores de Tal se quedaban en casa los lunes; -que en los salones de la duquesa de Cual se haría música los martes; -que los miércoles abriría sus salones la embajada Tal, o en la de Cual se ofrecería un thé dansant los jueves; -que los marqueses de X harían las delicias de todo Madrid los viernes, ni que los sábados o domingos darían una de sus maravillosas soirées los opulentos banqueros Tal o Cual. -Mas, a pesar de la falta de estas formas cancillerescas, si mi amigo Asmodeo hubiera estado por aquel entonces en edad y condiciones de escribir sus amenas Revistas, mucho y muy bueno pudiera haber dicho de los magníficos conciertos y espléndidos bailes dados por el coronel D. Pablo Cabrero, dueño de la fábrica platería de Martínez, en cuyo inmenso salón, que permitía una concurrencia de 800 personas, se reunía en días señalados todo lo más escogido de nuestra sociedad; los de los señores Vallarino, Villavicencio, Aristizábal, Elhuyar, Mariátegui, Cambronero, Gayangos, Valdés y otras varias casas de la clase media, en que se pasaban las horas en animado y agradabilísimo solaz.

La aristocracia nobiliaria, reducida entonces a la condición de servidora de Palacio, no había abierto aún sus salones no queriendo, sin duda, rivalizar entre sí, ni aspirar tampoco a la honra (que no le hubiera sido dispensada) de recibir al Monarca en sus respectivos domicilios; pero, uniéndose para festejar el Carnaval y obsequiar a Sus Majestades, celebraron magníficos bailes en la casa llamada de Trastamara, calle hoy de Isabel la Católica, en cuya planta baja había unas singulares y primorosas estancias, llamadas las cuadras, todas revestidas de grutescos y follajes, y con grandes surtidores de agua en el centro, lo cual, combinado con una profusa y bien entendida iluminación, les daba un aspecto mágico y digno de Las mil y una noches, a par que los trajes riquísimos y de todos los tiempos, que vestía la aristocrática concurrencia, producían un espectáculo encantador.

A ejemplo de esta, aunque con más modestas condiciones, formáronse en el Carnaval de 1832 multitud de reuniones o sociedades, que celebraban sus bailes de máscaras en los salones del gran café de Solís, calle de Alcalá -donde hoy el teatro de Apolo-, en los de Santa Catalina, La Fontana y La Cruz de Malta, y en las casas llamadas de Abrantes, calle del Prado, y de Santa Cruz, calle de San Bernardino, con el entusiasmo que era de esperar de la privación en que había estado el público, durante diez años, de esta grata diversión. -Limitándome sólo a la primera de estas sociedades, a que pertenecí, diré que estaba compuesta de 150 suscritores de las clases más distinguidas y vitales de la población, y que para disponer estas fiestas con toda su brillantez se formó una Junta o Comité, en que figuraban los Sres. Peñalver, Gutiérrez de la Torre, Escosura, Santoyo, Urbina y otros, y que en ella me tocó la suerte de ser designado como vocal depositario, honra especial, que por cierto me costó algunos sacrificios por ausentes o rezagados.

Y aconteció una noche de baile (creo que era la del domingo de Carnaval), que estando en lo más animado de él, con la concurrencia de todo lo más distinguido de la corte, empezando por los infantes D. Francisco de Paula y doña Luisa Carlota, grandes, títulos y cortesanos, con toda la brillante juventud de la clase media, rivalizando todos en el lujo de los disfraces, en lo animado de los chistes y bromas y en el clasicismo de la danza (porque entonces se bailaba de verdad), acertose a presentar en la sala, vestido de frac y con la cara descubierta, el actor Valero, el mismo que aún hoy ostenta sobre su frente artística tan preciados laureles. -Todo el mundo sabe el injusto desdén o menosprecio en que hasta estos últimos tiempos se tuvo la profesión escénica, y lo que entonces quería decir un cómico, a quien se le negaba hasta el mezquino Don. Pues bien, en esta sociedad, compuesta, como queda dicho, de palaciegos y personajes, chocó la arrogancia del actor, y empezó un bisbiseo general sobre esta incongruencia, que pasando a manifestaciones descorteses, y después a verdadera agresión contra el cómico que así se atrevía a hombrearse con aquella sociedad, le fueron acosando con sus indirectas nada benévolas y empujándole hacia la puerta, hasta que le obligaron a salir del salón. Indignado, como es natural, el actor ultrajado, corrió, según se dijo, al teatro del Príncipe, donde a la sazón se hallaban el Rey y la Reina, y penetrando hasta su presencia, quejose amargamente del insulto que acababa de sufrir en una sociedad compuesta en su mayor parte de personajes de la corte. Fernando, que en esta como en otras ocasiones no escrupulizaba en declararse en contra de sus propios servidores, habló al corregidor Barrafón a fin de que arreglase este asunto a satisfacción del actor, y he aquí la razón por la cual, hallándome yo durmiendo sosegadamente, a eso de las diez de la mañana del siguiente día, me hallé con una cita del Corregidor, en que se me mandaba presentarme a Su Señoría inmediatamente. -Hícelo así, y el corregidor Barrafón, que desde la publicación reciente del Manual de Madrid me había tomado afecto, me dijo que siendo el único de los que componían la Junta del baile de Solís a quien conocía, me llamaba para averiguar qué era lo que la noche antes había sucedido con el actor Valero, y sobre quién debía recaer la responsabilidad de aquel desmán. Yo le manifesté lo poco que me era conocido, y que no podía designar persona o personas que fuesen los iniciadores del atropello; sólo sí que los individuos de la Junta lo habíamos sentido en extremo, y que la concurrencia estaba formada en su mayor parte de magnates de la corte, oficiales de la Guardia Real, etc. «Pues bien, a pesar de esto -dijo Barrafón- tengo orden expresa de S. M. para arreglarlo (y entonces me contó la queja producida por Valero ante la Real presencia), y en su consecuencia, prevengo a V. para que lo ponga en conocimiento de la Junta, a fin de que el insultado reciba una justa satisfacción, que es la voluntad de S. M. que para el baile de mañana la Junta invite oficialmente a Valero, remitiéndole su billete personal, y V. me dará cuenta de haberlo verificado en los términos que expresa esta comunicación».

Cuando regresé a la Junta, que tenía sus reuniones en la casa del Conservatorio de Artes, calle del Turco, y puse en su conocimiento la orden terminante de la autoridad, se armó una de mil demonios entre sus individuos, entre los cuales había varios de cabeza caliente; pero todo fue inútil; S. M. lo manda, y aquí traigo la orden del Corregidor; con que no hay más remedio que cumplirla, y remitir a Valero su billete con el correspondiente oficio. -Hízose así, y llegada que fue la noche, se presentó Valero en la sala, de frac como en la anterior, paseó dos o tres veces el salón en distintas direcciones, y todo el mundo calló, sin decir esta boca es mía.

Una vez rota la valla de la etiqueta y el desdén, no eran ya inaccesibles las salas de Palacio a los artistas y literatos, apadrinados por la nueva señora que tan entusiasta se mostraba hacia todas las manifestaciones del talento. Fernando, que siempre tuvo bastante inclinación a las bellas artes, como lo demostró en su perseverancia en fundar y sostener con enormes sacrificios, y a expensas de sus propios palacios, el magnífico Museo del Prado, favorecía grandemente, a los distinguidos pintores de Cámara D. Vicente López, D. José Madraza y D. Juan Rivera, y a sus hijos respectivos, dignos herederos de sus nombres; encargaba obras de arte a otros, y acudía en los últimos días de su existencia, trémulo y fatigoso, a la solemne repartición de premios de la Real Academia de San Fernando, escuchando con interés, de los labios del joven D. Mariano Roca de Togores, la oda sublime de su tío el Duque de Frías, una de cuyas estrofas, dedicada a los americanos, hizo brotar las lágrimas de los cadavéricos ojos de Fernando.

No contento este con dispensar su protección a los artistas vivos, y apartándose de la costumbre recibida, y hasta recientemente establecida como ley en la vecina capital francesa, cuando se negó el permiso para erigir una estatua a Molière con el absurdo concepto de que este honor estaba sólo reservado a los soberanos, mandó al escultor español Solá esculpir la estatua de CERVANTES, que, fundida en bronce, había de elevarse (como después se verificó) en una plaza de Madrid, y mandó colocar en la fachada de la casa en que murió aquel príncipe de los ingenios españoles una inscripción que así lo recordase.

En este último y laudable acto de Fernando VII no puedo menos de reproducir la parte que me tocó en su iniciativa, y que ya consigné en otra de mis obrillas.

El día 23 de Abril de 1833 (aniversario de la muerte de Cervantes), y en ocasión de hallarse derribando como ruinosa la casa de la calle de Francos con vuelta a la del León, señalada con el número 20 antiguo, en la que falleció aquel esclarecido ingenio, en 1616, tuvo el autor de estas MEMORIAS la feliz inspiración de llamar por primera vez (y de ello se gloria sin riesgo de ser desmentido) la atención y el interés del público sobre esta fecha memorable, que tan solemnizada viene siendo después en ambos hemisferios. Al efecto estampó en La Revista Española un sentido artículo de costumbres, titulado La Casa de Cervantes -que después formó parte de las Escenas Matritenses- consagrado a deplorar aquel suceso y llamar la atención del Gobierno y las autoridades hacia tan venerandos restos. -Y -¡cosa rara en aquellos tiempos de indiferencia general!- alcanzó la fortuna de que aquel escrito no sólo llamase la atención del público sobre el objeto que le motivaba, sino que cayendo en manos del rey don Fernando VII, le afectó tan hondamente, que aquella misma noche llamó al ilustrado comisario de Cruzada D. Manuel Fernández Varela, ordenándole que por todos los medios posibles ocurriese a evitar aquel desmán, y procurase conservar la veneranda mansión del príncipe de los ingenios españoles. El Sr. Varela, en efecto, poniéndose de acuerdo con el ministro de Fomento, Conde de Ofalia, y con el Corregidor de Madrid, que lo consultó conmigo, hizo que este llamase al dueño de la casa en cuestión (que era, si mal no recuerdo, un honrado almacenista de carbón, llamado N. Franco), el cual se negó resueltamente a la cesión que le propusieron de dicha finca al Estado, porque convenía a sus intereses reconstruirla, y porque (según repetía con mucha gracia el corregidor Barrafón) también él tenía mucho gusto en poseerla, porque sabía «que en ella había vivido el famoso D. Quijote de la Mancha, de quien era muy apasionado».

Vista, pues, esta negativa, y dada cuenta de ella al Rey, se expidió con fecha 4 de Mayo (a los diez días justos de la publicación de mi artículo), una notabilísima Real orden, expresando, casi en los mismos términos que yo proponía, la determinación de que, caso de no poder ser adquirida por el Gobierno, se colocase en su fachada un monumento mural con el busto de Cervantes y la inscripción correspondiente, lo cual tuvo efecto en 23 de Junio de 1834 (ya muerto el rey Fernando VII). Posteriormente, en la reforma de los nombres de muchas calles de Madrid, verificada por su celoso corregidor el Marqués viudo de Pontejos, se dio a la dicha calle de Francos el nombre de calle de Cervantes, aunque, para proceder con exactitud, este nombre lo merecía más bien la del León (en que estaba la casa y su antigua puerta), el sitio llamado entonces el Mentidero de los comediantes, o la contigua de Cantarranas -hoy mal llamada de Lope de Vega- en que está el convento de las Trinitarias, donde fue sepultado Cervantes; y con eso se lo hubiera podido dar a la de Francos el nombre de Lope de Vega, que vivió muchos años y falleció en ella, en su casa propia (número 15 nuevo), donde en 25 de Noviembre de 1862 (tercer centenario de su nacimiento) erigió, a mi propuesta, la Real Academia Española un digno monumento al Fénix de los Ingenios.

Pero veo que me extravío, halagado por aquellos recuerdos juveniles, y que dejo correr la pluma, deteniéndome involuntariamente en este grato remanso de la vida social, cuando me proponía reseñar en este capítulo, que titulo La Corte de Fernando y de Cristina, no sólo el aspecto de nuestra sociedad en aquel período, sino también, y penetrando (acaso por última vez en estas MEMORIAS) en el dominio de la historia, consignar las singulares peripecias políticas que se desplegaron en aquellos años, últimos del reinado de Fernando VII. -Pero temiendo, bien lo sabe Dios, abusar de la paciencia del lector, hago un alto aquí, aplazando mi narración en este sentido para el capítulo siguiente, y pidiéndole me disimule si, en vez de un capitulo histórico-político, le ofrezco hoy solamente, una semi-secular y desaliñada gacetilla.


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Capítulo IX

I.- PERIPECIA.

Un acontecimiento gravísimo vino a turbar, a mediados de Setiembre de 1832, aquella tranquilidad material, impresionando fuertemente los ánimos. -El rey Fernando VII, que se hallaba en el Real sitio de San Ildefonso, viose bruscamente acometido de un ataque de gota, que en pocas horas puso en peligro su existencia. En tan críticos momentos, previstos y calculados de antemano por los partidarios del infante D. Carlos, para quienes era letra muerta la pragmática-sanción de 1789, que declaraba vigente la ley de Partida sobre sucesión de las hembras a la Corona a falta de hijo varón, concentraron sus esfuerzos para dar el último golpe, que se dirigía nada menos que a arrancar del Monarca moribundo la derogación de aquella ley; y apoyados por todas las eminencias palaciegas, y hasta por los dos ministros presentes en el Real sitio, lograron intimidar a la joven Reina con la horrible amenaza de una inmediata guerra civil, hasta el punto de decidirla a prestarse al terrible sacrificio de inclinar el ánimo de su esposo, en los angustiosos instantes de la agonía, a derogar aquella ley, lo cual suponía nada menos que el desheredamiento de su propia hija. -Pero apartemos la vista de este drama lúgubre y criminal, que la historia ha dado a conocer en todos sus detalles y que no puede ser desenvuelto en estas MEMORIAS, porque ni su objeto es esencialmente histórico, ni mi propósito en ellas fue otro que el de narrar los sucesos que pasaron a mi vista.

Siguiendo, pues, en este propósito, y contrayéndome únicamente a Madrid, diré que desde los primeros instantes en que llegó a noticia de la población el estado crítico de la salud de S. M., el terror, la zozobra y el espanto fueron generales, lo cual no era, en verdad, de extrañar, si se atiende a que el funesto acontecimiento que se anunciaba era evidentemente la señal de un verdadero cataclismo social, no siendo desconocidos de nadie la intensidad de los planes preparados en uno y otro sentido, la efervescencia de las pasiones contrarias y lo tenebroso, en fin, que se presentaba el horizonte ante aquella crisis suprema.

En los días que siguieron a la grave acometida del accidente, la población entera de Madrid estacionaba en las calles y plazas, interrogándose mutuamente sobre la marcha de la enfermedad, inquiriendo noticias en todos los centros donde pudieran existir, e interrogando mentalmente al telégrafo óptico que estaba colocado en la Torre de los Lujanes, plazuela de la Villa, como queriendo arrancarle de hora en hora la noticia fatal. Añadíanse a ella las que, aunque con muy diversas versiones, empezaron a circular sobre la presión que se estaba ejerciendo cerca del Monarca moribundo para arrancarle la nulidad de la ley de sucesión; la arrogancia visible de los voluntarios realistas, que suponían conseguido el objeto de aquel atentado; la ira o el desaliento de los sostenedores de la ley de Partida; el temor o la indecisión de los gobernantes; el ardor en los unos, la tibieza en los otros, y la suspensión, en fin, y el espasmo general.

Este llegó a su colmo cuando el día 18 se tuvo noticia de que el Rey estaba materialmente agonizando, y que no saldría de la noche, al tiempo mismo que se susurraba, aunque vagamente, la consumación del funesto codicilo.

El pueblo de Madrid corrió entonces a las iglesias, donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, y en la Real de San Isidro el cuerpo del santo Patrono, alternando en su vela los regidores capitulares de la villa. Entretanto, los ministros residentes en La Granja, Calomarde y Alcudia, infieles a su soberano, apresuráronse a comunicar al Presidente del Consejo de Castilla, Sr. Puig Samper, y al ministro de la Guerra, marqués de Zambrano, y con el fin de que la hiciesen saber al pueblo y al Ejército, la terminante retractación arrancada in articulo mortis al desdichado Monarca. Pero el patriotismo y la entereza del primero de aquellos personajes, y el sincero afecto hacia Fernando del segundo, les hizo suspender, muy cuerdamente, el dar publicidad a aquel mandato ministerial, por lo menos hasta tener conocimiento de la muerte del Monarca.

Pero esta funesta nueva, aunque tan inminente, no se confirmó, por fortuna; antes bien, al siguiente día 19 súpose con asombro que el Rey había vuelto en sí de su letargo, y que seguía con algún síntoma de alivio; que esta mejoría inverosímil continuaba en progreso en los siguientes días, ofreciendo razonables esperanzas de salvación; súpose también, aunque envuelta en sombras, la abominable intriga fraguada en torno del lecho fúnebre, el desconsuelo y abatimiento de la joven Reina, y la llegada a La Granja de la infanta D.ª Luisa Carlota, que estaba en Andalucía, la cual, con la energía y superioridad de su carácter, corrió presurosa a deshacer de mano maestra aquel complot, a romper el funesto codicilo, a reanimar a la Reina, a confortar al Rey y a variar por completo la situación del palacio Real. Súpose, en fin, con inmensa satisfacción y júbilo, que la facultad de Medicina había declarado al Rey fuera de peligro con fecha 28 de Setiembre, precisamente un año antes, día por día, de su futuro fallecimiento.

Surgiendo desde este momento los sucesos con vertiginosa rapidez, diariamente llegaban a noticia del pueblo de Madrid, la separación del ministerio Calomarde y la fuga de este ministro, primero a Olva, su pueblo natal, en la provincia de Teruel, y luego a Francia, disfrazado de monje Bernardo; -el reemplazo de dicho ministerio por otro, compuesto de los señores Cea Bermúdez, Cafranga, Encima y Piedra, y los generales Monet y Laborde; -hízose, en fin, público el Real decreto de 6 de Octubre, confiando S. M. el gobierno del Estado, durante su enfermedad, a la reina MARÍA CRISTINA; decreto refrendado por el nuevo ministro D. José Cafranga, y firmado por el Rey en su lecho sobre el mismo sombrero de aquel, que le conservó toda su vida y le enseñaba con patriótico orgullo.

Grande fue la satisfacción que estos sucesos causaron en el pueblo de Madrid; pero esta subió de todo punto cuando vio surgir de las manos benéficas de Cristina las disposiciones y decretos anhelados largo tiempo hacía por la pública opinión. -Fue el primero de estos el que dispuso la apertura de las Universidades, cerradas dos años hacía; siguieron a este Real decreto la separación de varios jefes militares, entre los cuales se contaban los generales Conde de España, Eguía y González Moreno, tan odiados por sus horribles actos contra los liberales; el licenciamiento de más de 300 guardias de Corps, afectos a D. Carlos; un indulto general a los presos que fuesen capaces de él, y finalmente, el célebre decreto de amnistía en favor de los emigrados, «a excepción únicamente, bien a pesar mío (según la sentida expresión de S. M.), de la de los votantes de la Regencia de Sevilla y los que posteriormente hubiesen hecho armas contra el Gobierno de S. M.». -Este célebre decreto causó la impresión más favorable en la opinión, y la musa castellana le celebró en sentidas composiciones, entre las cuales merece especial mención la magnífica oda de D. Antonio Gil Zárate:

«Vuelve a mis manos, descuidada lira,
Vuelve, y tras luengos años
De medroso callar y triste olvido,
Deja que pulse tus doradas cuerdas
Dando con libre acento
Himnos de gozo y gratitud al viento», etc.,
que conservo autógrafa y que merece figurar entre las más clásicas inspiraciones de la musa moderna; y la que se recibió en la redacción de la Revista, fechada en Écija, con las modestas iniciales J. F. P., y a las cuales, al insertarla, sustituí yo el ilustre nombre que por primera vez sonaba en España: Joaquín Francisco Pacheco.

La creación del ministerio de Fomento, encargando de él al conde de Ofalia, dio la señal de las reformas trascendentales que iba a sufrir la Administración, y por todos lados se respiraba ya otra atmósfera en sentido progresivo, otra expansión en las ideas políticas, que la corriente de los sucesos se encargaba de alimentar. El entusiasmo y simpatía de la gran mayoría del pueblo hacia la Reina y sus acertadas disposiciones no tenía límites; por todas partes resonaban cánticos y manifestaciones en su loor: los elementos de publicidad se desarrollaban, siendo el primero la Revista Española, que sustituyó a las Cartas Españolas, y en que yo continué, aunque limitándome a la parte literaria o de amenidad: la juventud ardiente se reunía y organizaba bajo el nombre de Cristinos, y hasta se armaba en presencia de los batallones de voluntarios realistas, que ardiendo en ira, tenían, sin embargo, que contenerla ante la explosión del entusiasmo general.

Este, en fin, llegó a su colmo el día 18 de Octubre, al regreso de la corte desde el Sitio de San Ildefonso. -Fernando VII, que, acompañado de su esposa, la inmortal Cristina, venía en un coche cerrado, dejando entrever en su semblante sus gravísimos padecimientos, pudo convencerse entonces, por las entusiastas aclamaciones públicas, especialmente dirigidas a la Reina, hacia qué lado soplaban las corrientes y adónde le conduelan, bien a pesar suyo, si había de aspirar a robustecer el trono de su hija. -No dejaría de repetir en su angustia, viéndola confirmada en perspectiva, su comparación favorita: -«España es una botella de cerveza y yo soy el tapón: en el momento que este salte, todo el líquido contenido se derramará, sabe Dios en qué derrotero».

Siguiendo desde entonces la Reina su ilustrada y patriótica tarea, continuó expidiendo un sinnúmero de disposiciones análogas a esta nueva marcha del Gobierno, variando por completo el alto personal de la Administración y confiándola a manos más ilustradas y expansivas, y aunque algún tanto contrariada por la excesiva timidez y hasta tenacidad del ministro Cea Bermúdez, a quien parecía peligroso marchar fuera de la órbita de lo que él llamaba absolutismo ilustrado, llevó a cabo una transformación completa en la vida y administración del país. -Finalmente, en el último día de aquel año, Fernando VII, ya más fortalecido en su convalecencia, reunió en Palacio una Junta magna, compuesta de los próceres: y altos funcionarios, de jefes militares y civiles, del Cuerpo diplomático extranjero y del alto clero, en la cual hizo la declaración explícita de la pérfida agresión de que había sido víctima cuando se hallaba privado de razón y al borde del sepulcro, obligándole a firmar un codicilo derogando -como si él pudiera hacerlo- la ley del reino relativa a la sucesión a la Corona y desheredando a su propia hija; pero que, aliviado, por la misericordia divina, en su grave enfermedad, había tenido a bien anular aquel nefando documento, y confiar a su cara y amada esposa las riendas del Estado; que esta augusta señora había correspondido dignamente a tan insigne confianza, por lo que, para darla una prueba más de su cariño y satisfacción, era su voluntad que desde aquel mismo día, en que volvía a encargarse personalmente del despacho de los negocios de Estado, continuase asistiendo al Consejo dicha augusta señora, para la más completa instrucción de los negocios que hubieran de ventilarse; -y luego, en una sentidísima carta, dirigida a la misma Reina, la daba las más expresivas gracias por su inseparable compañía y asiduos cuidados, que le había dispensado en su grave enfermedad. -«Jamás abrí los ojos (decía el Rey) sin que os viese a mi lado y hallase en vuestro semblante y vuestras palabras lenitivos a mi dolor; jamás recibí socorros que no viniesen de vuestra mano; os debo los consuelos en mi aflicción y los alivios en mis dolencias. Debilitado por tan largo padecer, y obligado por una convalecencia delicada y prolija, os confié luego las riendas del Gobierno... y he visto con júbilo la singular diligencia y sabiduría con que los habéis dirigido y satisfecho sobreabundantemente a mi confianza... Todos los decretos que habéis expedido, ya para facilitar la enseñanza pública, ya para enjugar las lágrimas de los desgraciados, ya para fomentar la riqueza general y los ingresos en mi Hacienda; en suma, todas vuestras determinaciones, sin excepción, han sido de mi mayor agrado, como las más sabias y oportunas para la felicidad de los pueblos, etc.».

No se puede hacer retractación más solemne del sistema seguido durante todo su reinado, que la que hizo Fernando en este memorable documento. En él se ve claramente lo que había podido vislumbrar entre las sombras de la muerte, a saber: que el trono de su hija peligraba si no era sólidamente apoyado por los amigos de las instituciones liberales.


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Capítulo IX

II.-LA JURA (de Isabel II).

Como era de esperar, toda la atención de Fernando, al volver a encargarse de las riendas del Gobierno después de su milagrosa y casi verdadera resurrección, se dirigió a asegurar por todos los medios legales la sucesión de su augusta hija y a desbaratar las esperanzas y los planes de sus contrarios.

A este fin, lo primero que hubo de preocuparle fue la necesidad de convocar las Cortes del Reino para que prestasen el juramento histórico y legal a la Princesa de Asturias. Y a pesar de la repugnancia que en el ánimo del Monarca dominaba hacia todo lo que a Cortes sonase, y en medio de las dudas y vacilaciones que le combatían sobre la forma y modo de verificar dicha convocatoria, después de consultar al Supremo Consejo y a todas las corporaciones y personas más autorizadas, resolviose, al fin, a firmar el Real decreto de 6 de Abril de aquel año (1833), por el cual se convocaba, en la forma antigua, a los Prelados, Grandes, Títulos y Procuradores de las ciudades de voto, para el día 20 de Junio, en que, con arreglo al uso constante, habían de prestar juramento.

Hecha la convocatoria y expedidos los llamamientos, la primera y grave dificultad en que hubo de tropezarse fue la negativa rotunda del infante D. Carlos, y la consiguiente de sus hijos y del infante D. Sebastián, a someterse a este acto; mas a ella se acudió expidiéndoles una Real licencia, en la cual se expresaba que «habiendo solicitado el rey de Portugal el regreso de la Princesa de la Beyra, libre ya de la tutela de su hijo el infante D. Sebastián por el reciente matrimonio de este con la infanta de Nápoles (hermana de Cristina), venía S. M. en acceder a ello, autorizando a dicha señora para verificarlo así, y también se permitía al infante D. Carlos y su familia acompañar a su hermana a Lisboa». -En su consecuencia, y con este decoroso pretexto, salieron todos para la vecina capital portuguesa, de donde no regresaron más, a pesar de las reiteradas amonestaciones del Rey para que acudiesen a prestar el juramento, verificándolo sólo el infante D. Sebastián, contra la expresa voluntad de su madre la Princesa de la Beyra.

El acto de la jura tuvo, en fin, efecto con una esplendidez y solemnidad de que sólo conservaban memoria los ancianos que habían presenciado, en 1789, la del príncipe don Fernando.

En la antigua y monumental iglesia de San Jerónimo del Prado, única página del arte en el estilo ojival que se conserva en Madrid (y que por negligencia incomprensible se halla hoy en el más lamentable abandono y casi en ruina), preparada al efecto de una manera ostentosa hasta lo indecible con magníficas colgaduras y elegantes tribunas en los costados y a los pies de la iglesia para las diversas clases y personas convidadas, se hallaban reunidos, a las diez de la mañana del 20 de Junio, los Cardenales, Arzobispos y Obispos revestidos con magnificencia al lado del Evangelio, ocupando las cabeceras de los bancos, y en el de la Epístola, los Grandes y Títulos del Reino, con sus variados uniformes de gentileshombres o de maestrantes; seguían en ambos lados los procuradores de las ciudades, vestidos de rigorosa etiqueta, casaca redonda, algunas de seda o terciopelo negro, calzón y media del mismo color, y sombrero de tres picos; y a los pies de la iglesia, los Procuradores de Toledo, que habían de sostener la competencia con Burgos para prestar el juramento.

En el presbiterio, al lado de la Epístola y bajo un rico dosel, se colocaron en tres sillones SS. MM. y la Princesa ISABEL, que era conducida de la mano por su augusta madre, y todos riquísimanente ataviados y seguidos de vistosa comitiva, en la cual llamaba la atención, por sus pintorescas y ricas sayas, el ama de lactancia que había criado a la Princesa y que había de sostenerla durante la ceremonia del juramento y besamanos. -Cuatro sillones inmediatos fueron ocupados por los infantes D. Francisco de Paula y sus hijos D. Francisco de Asís y D. Enrique, y el infante D. Sebastián, y a los lados del trono, el duque de Frías, como conde de Oropesa, con el estoque Real levantado, y el duque de Medinaceli, designado para recibir el pleito-homenaje. Detrás, el capitán de guardias, los jefes de Palacio y los gentileshombres de cámara, los reyes de armas, colocados en lo alto de la escalera del presbiterio, y los maceros de la casa Real. Enfrente se hallaban los ministros del Consejo y Cámara de Castilla, de Indias, de Hacienda y de las Órdenes, y detrás, los capellanes de la capilla Real, formando el todo, con el conjunto de capisayos, togas y uniformes, un magnífico cuadro de solemnidad y de grandeza.

En las elegantes y suntuosas tribunas, formadas a uno y otro lado y a los pies de la iglesia, hallábanse espléndidamente ataviadas las infantas D.ª Luisa Carlota y doña Amalia, tipo aquella de majestad y gentileza, y esta de hermosura y también de obesidad; las damas de la corte, el Cuerpo diplomático y los altos funcionarios civiles y militares, con las demás personas invitadas para asistir a esta solemnidad. -Yo merecí este favor a la amistad del gentilhombre D. Juan de Montenegro (el futuro ministro de la Guerra de D. Carlos, en Oñate), y puedo asegurar, según mis recuerdos, que, a pesar de haber presenciado después muchas solemnidades, en ninguna como en esta hallé representado todo el esplendor y la grandeza de la antigua monarquía castellana.

Celebrada que fue la misa de pontifical por el Patriarca de las Indias, y entonando luego el himno Veni Crentor por la excelente música de la Real capilla, se retiraron los Reyes por un breve espacio de tiempo, durante el cual se dispuso delante del altar y dando frente a la iglesia, una mesa cubierta de terciopelo carmesí con el misal abierto y crucifijo, y a su frente un rico sillón para el reverendo Patriarca, nombrado para recibir el juramento; y previa la lectura de la Escritura de este, que hizo en alta voz el ministro más antiguo de la Real Cámara de Castilla (que, si mal no recuerdo, era D. José Manuel de Arjona), los reyes de armas llamaron en primer lugar al infante D. Francisco. Este, haciendo una reverencia al altar, otra a SS. MM. y otra a las Cortes (reverencias sui generis, que consistían en encoger las corvas con bien poco airosa actitud), fue a arrodillarse delante de la mesa del Patriarca, y poniendo una mano sobre los Evangelios, pronunció el juramento: pasó luego a hincar la rodilla delante del Rey, y puestas las manos entre las de S. M., prestó el pleito-homenaje, besando su mano, la de la Reina y la de la Princesa, verificado lo cual Fernando echó sus brazos al cuello del Infante, y este se retiró para dar lugar a que le siguiesen en igual ceremonia sus hijos y D. Sebastián. -Seguidamente los Cardenales y Prelados igual ceremonia, en pie delante del Rey, luego los Grandes y Títulos, y, en fin, los Procuradores de las Cortes, subiendo al presbiterio de dos en dos, mientras los reyes de armas decían en alta voz: «Jura Ávila, jura Segovia», etc. -Los de Burgos y Toledo subieron emparejados para prestar el juramento en competencia; pero el Rey pronunció la sabia fórmula «Jura Burgos, pues Toledo jurará cuando yo lo mande», y así se hizo.

Toda esta prolija ceremonia se verificó con la mayor gravedad y compostura, y no sin visible cansancio y hasta repugnancia de la augusta niña objeto de la solemnidad, que a las veces, viendo llegar a ella a los obispos y personajes para besar su mano, la escondía, y la cara también, o prorrumpía en llanto, que sus augustos padres procuraban calmar con su sonrisa. Terminada, en fin, la ceremonia, entonado el Te Deum por el Cardenal Arzobispo de Sevilla y la grandiosa capilla Real, se retiraron Sus Majestades, en medio de las más fervorosas aclamaciones, al contiguo palacio de San Juan, en el Buen Retiro, donde comieron, y a la tarde, marchando por el paseo del Prado, hicieron su entrada pública en Madrid con toda la magnífica comitiva que la corte de España ofrece en tales ocasiones, cubierta la carrera de tropas y de un gentío inmenso hasta el Real palacio, adonde llegaron a las ocho de la tarde en medio de las más entusiastas aclamaciones del pueblo.

Las funciones reales, que se inauguraron aquel mismo día y duraron los restantes del mes, fueron en verdad sorprendentes y renovaron con creces las más solemnes del tiempo de la dinastía austriaca. Las corridas de toros por mañana y tarde durante cuatro días, en la plaza Mayor, decorada con asombroso lujo y elegancia y dispuestas por el Ayuntamiento con todos los requisitos propios de caballeros en plaza, apadrinados por la Grandeza y la villa de Madrid; comparsas vistosas acompañando a los padrinos; toros de las mejores ganaderías; los lidiadores más acreditados, entre los cuales brilló, acaso por primera vez, el joven Francisco Montes, alumno de la escuela sevillana; y, todo, en fin, el aparato que desplegaba en casos tales nuestra corte, fueron realmente un espectáculo sorprendente y grandioso. -Con él alternaban, en los días de descanso, las ostentosas justas de carrera y sortijas a la antigua usanza, en el circo de la puerta de Alcalá, por los caballeros maestrantes de Ronda, de Sevilla, de Granada, de Valencia y Zaragoza, en que brillaron muchos por su destreza y gallardía.

La municipalidad matritense dispuso también solemnes funciones teatrales en ambos coliseos, de la Cruz y del Príncipe, magníficos fuegos de artificio, cucañas, bailes y comparsas vistosísimas, y una suntuosa Mascarada Real en carros alegóricos, en cuya composición se había agotado todo el arsenal de la risueña mitología.

Las iluminaciones de los edificios y palacios de la Grandeza dejaron atrás todo lo anteriormente conocido, y también por su índole especial eran más pintorescas que todas las que hemos visto después. Prolijo sería el intentar reseñarlas, y sólo haré mención de la que ofreció el espléndido Comisario de Cruzada, Sr. Varela, en su palacio de la plazuela del Conde de Barajas. Esta perspectiva, dispuesta con el mayor gusto y rica de accesorios, había sido dirigida por el eminente pintor de cámara D. Vicente López, y en su centro brillaba un inmenso cuadro admirablemente ejecutado al temple por el mismo pintor, en que se veía a la insigne reina Isabel la Católica -copia del único retrato contemporáneo de Rincón- señalando a la princesa niña el templo de la inmortalidad con esta inscripción:

«La Católica Reina, cuya historia
Llena de noble orgullo al pueblo ibero,
Muestra a su nieta el templo de la gloria».

Veíanse a los lados un sinnúmero de alegorías referentes a la toma de Granada, al descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., y remataba la perspectiva con un ave fénix renaciendo de sus cenizas, con el lema a sus pies: Post fata resurgo, todo ello con tan brillante ejecución y exquisito gusto, que hacía honor al grande artista que la ejecutó y al ilustre prócer que la dispuso.

A los últimos días del mes terminaron las fiestas con un magnífico simulacro en las afueras de la Puerta de Alcalá hasta las eras de Vicálvaro, figurando dos ejércitos, al mando de los generales Sarsfiel y Freire el de ataque, y al del conde de San Román y Quesada el de defensa, que presenció Fernando y su corte a la distancia prudente a que siempre le plugo colocarse, no sin decir con su acostumbrada socarronería y aludiendo al respectivo mérito militar de los generales de ambas divisiones: -«Pues... me paso al enemigo».

Concluidos que fueron los Reales festejos, y desembarazado de otras atenciones personales, creí llegado el momento de realizar el proyecto que, de mucho tiempo antes venía acariciando, y era el de emprender un largo viaje de recreo, de observación y de estudio por los países extranjeros; en su consecuencia, en los primeros días del mes de Agosto salí de Madrid con el firme propósito de no regresar hasta pasado un año de ausencia.

No me permitiré abusar de la paciencia del lector haciéndole confidente de la relación del tal viaje, y sólo por lo que tiene relación con este artículo, diré que, hallándome el día 2 ó 3 de Octubre en la hermosa ciudad de Marsella, y su hotel de la Cannebiére, entró bruscamente en mi cuarto un camarada o compañero de viaje, con quien había hecho conocimiento en mis correrías por aquella deliciosa comarca provenzal, M. Philipe Barkenstein, austriaco (de Viena), diciéndome alborotado:

«Monsieur, grande nouvelle. Votre Roi est mort. Quel est donc votre Roi?

-Isabelle Deux (contesté yo).

-Mais... cependant...». (replicó el austriaco con aire dubitativo).

La campana del hotel sonó a este tiempo, llamándonos al desayuno; bajamos al comedor y hallamos ocupada la mesa por una docena o más de militares, con sus uniformes pintorescos de zuavos o de spahis, que discurrían todos a un tiempo, y con desusada animación, sobre la noticia del día: la muerte del Rey de España. Pero ¡cuál no sería mi asombro al escuchar que toda esta conversación era en castellano corriente, salpimentada con los apóstrofes o interjecciones tan comunes en nuestras plazas y cuarteles! -Y era pura y simplemente que todos aquellos militares pertenecían a la legión extranjera que regresaba de Argel, y eran españoles e italianos refugiados. -Abrumáronme a preguntas al saber que era español y procedente de Madrid; pero les dije que hacía dos meses que había salido de esta villa; mas para satisfacerles en algún modo, les aseguré que, según todas las señales, el despotismo había concluido en España con la muerte de Fernando VII. -Pocos días después, y no hallando motivos para suspender mi comenzado viaje, continuele, en compañía de mi camarada Barkenstein, en dirección a Tolón y Niza.




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