lunes, 21 de octubre de 2019

Cap. VI de "La Reina Gobernadora Doña María Cristina de Borbón" de Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia (1925)

[Pág. 153]
El casamiento de la Reina Cristina con D. Fernando Muñoz.
La hoja y folletos anónimos que en 1840 se imprimieron y publicaron sobre este asunto.
Datos que contienen.
Los hijos de la Reina y de D. Fernando Muñoz, según la "Guía de la Grandeza", del Sr. Moreno de Guerra.
Quebranto que después del casamiento sufrió el prestigio de la Gobernadora.
La Corle de España durante la regencia de María Cristina.
Enterada la Reina de la nulidad de su matrimonio clandestino trata de legalizar su situación al regresar a España.
Real decreto de 11 de Octubre de 1844 autorizando el matrimonio de la Reina Madre con D. Fernando Muñoz, Duque de Riánsares.
Celébrase al día siguiente en Palacio.
Informe de la Comisión parlamentaria, nombrada por las Cortes Constituyentes de 1854, respecto al segundo matrimonio de D." María Cristina, y dictamen de los abogados encargados de la defensa de la Reina.




Un hecho ajeno a la política, pero que en ella influyó muy principalmente en daño de España y de la augusta señora que la gobernaba en virtud del testamento de Fernando VII, fue el matrimonio de la Reina viuda D.ª María Cristina con D. Fernando Muñoz. La boda con su tío el Rey de España pudo satisfacer la ambición de la Princesa napolitana; mas no satisfizo a la mujer que en la plenitud de su lozanía y su hermosura vino a compartir el tálamo de un hombre de prematura y achacosa senectud y ya en las postrimerías de su desorde-
[Pág. 154] nada y licenciosa vida, el cual no respondía a la imagen del gallardo marido, forjada y acariciada en juvenil ensueño. Muerto el Rey, a quien en sus últimas enfermedades cuidó con solícita ternura, debió pensar que algunas sonrisas había de tenerle la fortuna reservadas en la flor de la vida. Quiso, sin embargo, su mala suerte y la de España, que tropezase un día en Palacio con un apuesto garzón, y que por atavismo, siguiendo la tradición familiar, de él se prendara súbita y férvidamente, como se prendó su abuela, la Reina María Luisa, de Godoy, y su madre, la Reina Isabel, de Del Balzo. Hubiera podido contentarse con satisfacer a sombra de tejado el heredado y anheloso apetito; pero si no era Cristina la mujer fuerte de que hablan las Sagradas Escrituras, era la cristiana, temerosa de Dios y guardadora de sus Mandamientos, en cuanto se lo permitía su flaqueza. La fruta prohibida con que la tentaba el Malo, en forma del apuesto garzón, «de ojos árabes, negras y arqueadas cejas y hermoso cabello de azabache», antojábasele sazonada y sabrosísima; pero la detenía el temor de verse, como Eva, expulsada del Paraíso terrenal por pecadora. Trabóse una porfiada lucha entre el amor y el deber, lucha en que suele salirse el primero con la suya y quedar el segundo mal parado, y para aquietar sus ansias, sin que la atormentara su conciencia, no se le ocurrió a la Gobernadora otra solución que la de obtener de la Iglesia la bendición de sus amores en un matrimonio morganático y clandestino.

¿Cuándo empezaron estos amores y cuándo se verificó la boda? Una hoja anónima, que con el título de Casamiento de la Reina Cristina con D. Fernando Muñoz
[Nota 1. Esta hoja en 4.°, impresa a tres columnas en página y media, está firmada (Del Labriego), como si estuviese tomada del periódico liberal de este nombre, que empezó a publicarse semanalmente el 22 de Febrero de 1840, y cesó a fin de año. La hoja tiene el pie de Imprenta, calle del Amor de Dios, número 15, a cargo de D. D. Negrete.
El periódico El Correo Nacional manifestó no haberse impreso en sus oficinas.]

[Pág. 155] se repartió profusamente en Madrid en 1840, y que precedida de un artículo sobre La cuestión de la Regencia
[Nota 2. La cuestión de la Regencia — El casamiento de María Cristina con Don Fernando Muñoz. Madrid, Imprenta del Nuevo Rezado, 1840. Un folleto en 16.° de 30 páginas, 9 de Introducción sobre la cuestión de la Regencia; de la 11 a la 24,el casamiento, reproducción literal de la hoja clandestina; y de la 25 a la 30, las disposiciones legales, o sean las leyes de Partida] ,

reprodujo El Eco de! Comercio, por lo que se creyó fuera obra de D. Fermín Caballero, principal redactor de aquel periódico, y natural de Cuenca, aunque otros atribuyeran la paternidad de la hoja a D. Luis González Bravo, que en el Guirigay firmaba sus artículos con el seudónimo de Ibrahim Clarete, dió sobre este suceso circunstanciados y hasta prolijos detalles, que sólo pudo facilitar persona íntimamente relacionada con Su Majestad e instruida en los más recónditos arcanos de Palacio. Con la hoja y con este folleto coincide otro
[Nota 3. Casamiento de la Reina Cristina con Fernando Muñoz. Adicionado con un documento interesante y otros pormenores. Imprenta del Pueblo Soberano, sin fecha. Folleto en 16.°, de 16 páginas; las tres últimas con las disposiciones legales],

que, sin fecha ni pie de imprenta conocido, debió entonces publicarse. Ambos folletos refieren, en los mismos términos que la hoja, todos los hechos que ésta narra; pero el último viene adicionado, según reza el título, con un documento interesante, que es una exposición dirigida a la Reina gobernadora y comunicada al General Quesada sobre la conducta del capellán de honor y confesor de Su Majestad, D. Marcos Aniano González, y otros pormenores, relativos a las personas que gozaban de la confianza de la Reina; pormenores que en el otro folleto se suprimen. Nos inclinamos a creer que todo fué obra de Caballero. Oigamos ahora las palabras del ilustre conquense
[Nota 4. En las obras inglesas de Walker, The Revolutions of Spain» Londres, 1847, y de Edmond B. d’Auvergne, A Queen at bay, Londres, 1910, se reproduce esta relación de los amores y boda de Cristina con Muñoz].

Era D. Fernando Muñoz un apuesto garzón, mozo de unos veinticinco años, más rico en prendas personales
[Pág. 156] que en bienes de fortuna, siendo su padre un D. Juan, hidalgo venido muy a menos, que con su esposa, Eusebia Sánchez, vivía de un estanco en Tarancón
[Nota 5. D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez Punes y Ortega nació en Tarancón (Cuenca), el 4 de Mayo de 1808].

A punto estuvo de ser expulsado del cuerpo de Guardias, en 1832, por sospechoso de carlino, de lo que se libró por hallarse ausente con licencia en su pueblo y por su amistad con el guardia de Corps Nicolás Franco, que trataba amorosamente con la modista y confidente de la Reina, Teresita Valcárcel, la cual no pocas veces dijo en el zaguanete, dirigiéndose a los guardias: esta es obra mía, pues a ella se debió la elección de los que debían salir y de los que quedaron.

Prendóse del guardia D.ª María Cristina, mas no se atrevía a declararle lo que harto le habían dicho los augustos y parleros ojos, de dulcísimo mirar, y, aunque él lo había entendido, movíale el respeto a permanecer silencioso y militarmente cuadrado a orillas del Rubicón, sin atreverse a pasarlo. Ocurriósele entonces a la Reina aprovechar la semana en que Muñoz servía de garzón en Palacio, para disponer un viaje a la hacienda de Quitapesares, cerca de San Ildefonso, que emprendió de madrugada, el 17 de Diciembre de 1833, en medio del temporal más crudo, viéndose obligada a volverse desde lo alto del puerto, porque se destrozó el coche, con riesgo de los que iban dentro, tropezando con unas carretas cargadas de madera, y porque los ventisqueros de nieve y el hielo tenían el camino intransitable. Mas era Cristina valiente y {poco} temosa y no la arredraban los obstáculos. Mandó que aquella tarde y noche los vecinos de los pueblos inmediatos abriesen paso en el puerto, y al día siguiente salió de Palacio sin dama ni mujer alguna, y llevando en su coche al Ayudante General de guardias, D. Francisco Arteaga y Palafox, al Gentilhombre Carbonell y al garzón D. Fernando Muñoz, que se colocó en el asiento frontero de la
[Pág. 157] Reina. Llegados a Quitapesares, salió Cristina a pasear por los jardines con Arteaga y Muñoz, pero a poco fingió necesitar un recado de la quinta, y envió por él al Ayudante Arteaga, quedando sola con Muñoz. Este debió ser el momento de la declaración amorosa. Volvieron el mismo día a Madrid, y se conoció en seguida por todos en Palacio el favor del guardia Muñoz, a quien nombró Su Majestad Gentilhombre de lo interior, destino creado por el Rey difunto, y que no parecía aplicable a una señora, para cuyo servicio privado había damas, azafatas y mozas.

Los cristianos sentimientos de la Reina la apartaban del trillado camino que siguió su abuela y la empujaban hacia el que siguió después su madre, la cual casó en segundas nupcias con Del Balzo
[Nota 6. La Infanta D.a María Isabel, viuda el 8 de Noviembre de 1830, de Francisco I de las Dos Sicilias, casó en segundas nupcias, con autorización de su hijo el Rey Fernando II, el 15 de Enero de 1859, frisando los cincuenta, con el General napolitano Francisco del Balzo, que contaba apenas treinta y cuatro años],

por lo que, a los pocos días de trato con Muñoz, le significó su deseo de desposarse con él. Parecióle al guardia un sueño lo que oía; pero viendo que era serio el propósito de la señora y que se le metía en casa la fortuna, sólo pensó en abrirle de par en par la puerta, que atrancó luego para que no se le escapara.

Todas sus relaciones en la Corte se reducían al Marqués de Herrera, al escribiente del Consulado D. Miguel López de Acevedo, a cuya mujer cortejó cuando era simple guardia, y al clérigo D. Marcos Aniano González, su paisano, que estaba accidentalmente en Madrid recién ordenado de misa y postrado en cama, en la callejuela de Hita. Dirigióse a este último Muñoz, ofreciéndole una Capellanía de honor si hallaba modo de casarlos y de confesar a la Reina, que no tenía confianza en los de la Real Capilla. Tentóse el medio de pedir licencia al Patriarca, el cual, noticioso de la vida relajada del joven clérigo, y sospechando el misterio, por las personas que mediaban, se

[Pág. 158] negó rotundamente. El Obispo de Cuenca, a quien se pidió después, como diocesano de González, se negó del mismo modo; pero antes de que viniese su repulsa, urgía tanto el caso, que acudieron al Nuncio de Su Santidad, el Cardenal Tiberi. Resistióse al principio, pretextando, con socarronería italiana, que era muy joven el demandante; mas repetida la instancia con esquela autógrafa de la real novia, se concedió la licencia a González para una sola vez. Estas diligencias se practicaron del 25 al 27 de Diciembre, y el día 28, a las siete de la mañana, es decir, a los diez días de trato y a los tres meses de fallecido el Rey Fernando Vil, se verificó el matrimonio morganático de su viuda, siendo Ministro del Sacramento el Presbítero D. Marcos Aniano González, y testigos el Marqués de Herrera y D. Miguel López de Acevedo, y haciendo de asistente el Presbítero D. Acisclo Ballesteros. Tuvieron conocimiento de este enlace la Teresita Valcárcel y la moza de retrete llamada Antonia, guarnicionista que había sido de la Teresita.

No tardó Muñoz en recelar de los que estaban en el secreto, y procuró alejar a los que le estorbaban. La Valcárcel fue llevada a Bayona por un escribano que dio fe de su entrega a su marido, un francés de quien vivía separada; a su cortejo D. Nicolás Franco, ascendido a Teniente Coronel, se le destinó a la Tenencia de Rey de Jaca, y al Gentilhombre Carbonell se le hizo marchar a Andalucía. La única que continuó en Palacio y en favor con la Reina fué la Antonia Robledo, ascendida de moza de retrete a barrendera.

Un periódico, La Crónica, publicó el 5 de Febrero el siguiente suelto: «Ayer se presentó Su Majestad la Reina gobernadora en char avant (sic) carruaje abierto, cuyos caballos dirigía uno de sus criados, y en el asiento del respaldo iba el Capitán de Guardias, Duque de Alagón». Como el criado era Muñoz, airóse la Reina, y por su orden fue suprimido el periódico, que sólo contaba cinco días de existencia, y desterrados el editor D. Pedro Jimé-

[Pág. 159] nez de Maro y el redactor D. Ángel Iznardi, que fundó después El Eco del Comercio.
[Nota 7. Iznardi, en carta dirigida a su amigo el cubano D. Domingo del Monte, fecha en Carabanchel Alto el 24 de Febrero de 1834, decíale lo siguiente:
«Aquí me tienes, desterrado de la Corte no sé por cuántos días: el motivo es el más liviano que tú te puedes figurar, porque se reduce a haber insertado la noticia de que la Reina había salido a paseo, gobernando los caballos de su coche uno de sus criados, según lo leerás en el número 5 de La Crónica, que te remito. La noticia la remitió a la redacción D. Andrés Arango, pero no conviniendo a éste dar la cara ni siendo decente que yo lo descubriera, me tienes aquí purgando pecados ajenos, si es que ha habido pecado, que yo no lo creo. En Madrid se ha dicho que un tal Muñoz, a quien la Reina ha elevado a Gentilhombre desde Guardia de Corps, era precisamente el que iba rigiendo los caballos, y sea que la Reina descubriese alguna alusión maligna en el artículo, cosa que yo no descubro ni hubiera consentido, o sea que a Muñoz disgustase que se le llamase criado, lo cierto es que el Superintendente de policía, por orden verbal de la Reina, suprimió La Crónica y me desterró. Te aseguro, Domingo mío, que en este lance he sentido mucho menos mi propia desgracia que el descrédito que ha traído sobre la Reina esta medida arbitraria; porque, como tú sabrás, la suerte de los liberales de España está unida, en el día, con la de la Reina, y el perderse ella es perdernos nosotros, al menos por ahora. Desde este suceso no queda cosa que no digan los carlistas de las relaciones de María Cristina con Muñoz, y como está tan cercana la privanza de Godoy, la comparación es cómoda de hacer y las consecuencias tristes de sacar».
Centón epistolario de Domingo del Monte, con prefacio, anotaciones y una tabla alfabética por Domingo Figuerola-Caneda. Habana, 1924].

Hallábase Cristina en plena luna de miel y sólo pensaba en disfrutar del nuevo marido, conocido en ciertos círculos palaciegos por Fernando VII, siendo natural que prefiriese la soledad de los sitios reales. El 15 de Marzo de 1834 se fue a Aranjuez, de donde vino a Carabanchel el día 11 de Junio, con motivo de haberse presentado el cólera en La Carolina; y por haberse declarado éste en Mora, pasó repentinamente a La Granja. El 24 de Julio vino a Madrid, según se ha dicho, para abrir las Cortes, y ya conocieron muchos su extraña obesidad, a pesar de las fajas que para disimularla llevaba. Aquel día fue a dormir al Palacio de Riofrío, e hizo allí cuarentena, hasta el 16 de Agosto, que regresó a La Granja, donde estaban sus hijas. La aparición del cólera en Segovia la hizo marchar a escape el 29 a El Pardo, donde se acordonó y en-

[Pág. 160] cerró, aprovechando el rigor sanitario para no ser vista en los meses mayores.

El 17 de Noviembre de 1834, entre once y doce de la noche, dió a luz una Gertrudis Magna, que se llamó María del Amparo, asistida por su suegra y el médico de Palacio, con tal felicidad, que a los nueve días, el 26, pasó revista en el Paseo de la Florida al 2.° Escuadrón de Guardias que salía para el Norte. En la misma noche del alumbramiento sacaron a la recién nacida en un coche cerrado, por la puerta que da frente a Las Rozas, el Administrador del Sitio, D. Luis, y el médico cirujano, D. Juan Castelló, y la entregaron, cerca de Madrid, a la señora Castañedo, viuda del Administrador que fue de la Granja Villanueva. Esta señora se fijó el verano siguiente en Segovia con la niña y un ama de cría, para estar cerca de los padres, entonces de jornada. También entendieron en estos negocios clandestinos el italiano D. Domingo Ronchi y su paisana D.ª Ana, querida del médico de Guardias Coll.

Al año siguiente se repiten las jornadas y las escenas. El 4 de Mayo de 1835 fue la Corte a Aranjuez, de donde vino la Reina a cerrar el Parlamento el 29, volviéndose al Sitio el mismo día. El 8 de Julio regresó a Madrid y a los tres días se trasladó a La Granja con ánimo de vivir aislada y más cautelosa que la vez primera. Por eso, el 17 del mismo mes, expidió una Real orden el Mayordomo Mayor, Marqués de Valverde, suprimiendo los besamanos generales, en obsequio, se decía, de los obligados a concurrir a ellos. En Palacio se comprendía lo que esto significaba, dado el estado interesante de Su Majestad. Desde La Granja salían todas las tardes Cristina y Muñoz para la quinta de Quitapesares, y desde Segovia venía al mismo punto el aya Castañedo con la niña y el ama en un buen coche. Esta cotidiana entrevista, el boato de la encargada de la niña, los salvaguardias que salían a explorar el camino y otros mil incidentes mal disimulados, hicieron tan pública la presencia de la infantilla, que hasta

[Pág. 161] los chicos segovianos la llamaban, al pasar, la hija de la Reina.

El 14 de Agosto asistió Su Majestad, según ya dijimos, a un gran Consejo de Ministros y Magnates que reunió Toreno con motivo del pronunciamiento de varias provincias, sacrificio costoso para la Reina por lo adelantado de su segundo embarazo. El 12 de Septiembre volvió a encerrarse en El Pardo, so pretexto de que el cura Merino se acercaba a Soria, y se propuso una incomunicación más estrecha que la del año anterior. Ni los Gentileshombres ni las damas la vieron en mucho tiempo, y hasta se negó más de una vez a los Infantes, lo que irritó sobre manera a su picada hermana.

En este otoño fue varón el que Cristina dio a luz
[Nota 8. Éste debió ser D. Agustín María, primer Duque de Tarancón, Guardia Marina de la Armada, que murió, soltero, en París, en 1855],

y a poco de robustecido, se le condujo a París con su hermanita, comisión en que entendieron su abuelo D. Juan Muñoz y el cura D. Juan González Caboreluz, tío del confesor, que, por favor del sobrino, era oficial de la Real Biblioteca. Hízose el viaje en Enero de 1836, presentándolo como un encargo de libros que dió la Biblioteca a Caboreluz, y corriendo con los gastos de los niños en París una casa de comercio de Aranjuez muy conocida.

De la descendencia de D.ª María Cristina y de D. Fernando Muñoz no hemos hallado más noticias que las publicadas por D. Juan Moreno de Guerra y Alonso en 1917 en su Guía de la Grandeza. Títulos y Caballeros de España, noticias que no sabemos de qué fuente proceden; pero que, desde luego, puede afirmarse que no todas son exactas.

A D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez Funes y Ortega se le concedió el título de Duque de Riánsares, con la Grandeza, el 23 de Junio de 1844. Fue también Teniente General, Gran Cruz de Carlos III, Caballero del Toisón de Oro, Maestrante de Granada, Marqués de San Agus-

[Pág. 162] tín y Duque de Montmorot y Gran Cruz de la Legión de Honor de Francia, que le confirió Luis Felipe por la boda de la Infanta D.ª María Luisa Fernanda con el Duque de Montpensier. Murió en El Havre el 13 de Septiembre de 1873. De su matrimonio con la Reina Cristina, celebrado el 28 de Diciembre de 1833 y declarado el 13 de Octubre de 1844, naciéronle tres hijas y cuatro hijos.

La primera, D.ª María del Amparo, primera Condesa de Vista Alegre en 1847, nacida en El Pardo el 17 de Noviembre de 1834, casó en la Malmaison el l.° de Marzo de 1855 con Ladislao XI, Príncipe Czartoryski, y murió el 17 de Agosto de 1864. Esta es la única hija de cuyo nacimiento se sabe la fecha con certeza, por haberse comunicado la partida de bautismo a las Cortes en 1855.

La segunda, D.ª María de los Milagros, primera Marquesa de Castillejo en 1847, nació, según la Guía de la Grandeza, en El Pardo el 8 de Noviembre de 1835, y casó en la Malmaison el 23 de Enero de 1856 con Felipe, Príncipe del Drago. (Según el folleto, el nacido en aquella fecha en El Pardo fue un varón, el D. Agustín María, de que luego hablaremos).

La tercera, D.ª María Cristina, primera Marquesa de la Isabela, en 1848, y Vizcondesa de la Dehesilla, en 1849, nació en el Palacio Real de Madrid el 19 de Abril de 1840, y casó en la Malmaison el 20 de Octubre de 1860 con Don José María Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, noveno Marqués de Campo Sagrado.

Al D. Agustín María cítalo el Sr. Moreno de Guerra como primogénito, primer Duque de Tarancón (título creado en 29 de Febrero de 1848 para segundogénitos de la Casa de Riánsares), Vizconde de Rostrollano, Guardia marina de la Armada, que nació en el Palacio Real (no dice cuándo), y murió soltero en la Malmaison en Junio de 1855, Este error ha hecho creer a algunos, que habiendo nacido antes que su hermana D.ª María del Amparo hubo de ser concebido en vida de Fernando VII, y aun añaden que murió a los veintiún años en París, sin prueba

[Pág. 163] alguna documental, porque la partida de defunción es tan desconocida como la de bautismo.
[Nota 9. La Época del 25 de Febrero de 1925, con el epígrafe de, En tal día... Hace tres cuartos de siglo, reproduce lo que se supone dijo La Época de 1850 con motivo de los nuevos títulos de la Guía de forasteros, que eran doce, de los cuales cinco ofrecían la particularidad de pertenecer a la misma familia, siendo hijos de la Reina D.ª María Cristina y de su segundo marido el Duque de Riánsares. Nos pareció extraño que establecida en Madrid en 1850 la Reina Madre, un diario como La Época, que siempre gozó fama de pulcro y discreto, publicara una relación de los hijos de su segundo enlace, que dejaba harto mal parada su honra; pues si el primogénito tenía entonces unos diecisiete años, hubo de nacer en vida de Fernando VII. De nuestras averiguaciones resulta que nada de esto dijo entonces La Época y que lo que ahora se ha publicado está tomado de la Guía de la Grandeza, del Sr. Moreno de Guerra (edición de 1917). Nosotros hemos creído deber rectificar estos datos erróneos e injuriosos para la Reina D.ª María Cristina. La Época, al publicarlos ahora como reproducidos de la de 1850, les ha dado no sólo mayor publicidad que la del libro, sino cierta autoridad de que en rigor carecen, pues ni se publicaron ni se hubieran podido publicar, según reza el epígrafe, Hace tres cuartos de siglo].

Se ha dicho que a la muerte de Fernando VII quedó su viuda encinta y no quiso declararlo, bien por evitar que se pusiera en duda la paternidad del Rey, dado el estado a que le redujo el ataque de gota que sufrió un año antes en La Granja, bien por no perjudicar, en el caso de que naciera un varón, el derecho de sus hijas legítimas, y que ésta fue la razón de su precipitado y clandestino matrimonio. Difícil hubiera sido a Cristina ocultar su embarazo. El 24 de Octubre de 1833 fue proclamada Reina D.ª Isabel II, y el l.° de Enero siguiente pasó la Gobernadora una revista militar, vistiendo una amazona negra y montando, con su reconocida maestría, un precioso caballo tordo. ¿Para qué el apresurado matrimonio si no servía para borrar la falta ni para legitimar el fruto del pecado? La calumniosa leyenda, grata al vulgo, no responde al carácter de Cristina, la cual creemos que decía la verdad cuando escribía a su hija la Reina Isabel, casada ya con su primo D. Francisco de Asís, y con él desavenida por causa de la privanza del General bonito, D. Francisco Serrano, de quien se quejaba el Rey D. Francisco porque no le guardaba el respeto que siempre tuvo Godoy a Carlos IV:

[Pág. 164] «Pude ser flaca; no me avergüenzo de confesar mi pecado, que sepultó el arrepentimiento; pero jamás ofendí al esposo que me destinó la Providencia, y sólo cuando ningún vínculo me ataba a los deberes de una mujer casada, di entrada en mi corazón a un amor que hice lícito ante Dios, para que disculpase el secreto que guardé a un pueblo cariñoso y por cuya felicidad me he desvelado». Nos merece, pues, más crédito, aun siendo un libelo, el folleto de D. Fermín Caballero, quien por sus relaciones con las personas más allegadas a la familia de Muñoz, estaba muy al corriente de la boda y de la descendencia de la Gobernadora.

No incluye el Sr. Moreno de Guerra en su Guía de la Grandeza (edición de 1917), entre los hijos de María Cristina, a D. Fernando María, que nació el 27 de Abril de 1838, fue segundo Duque de Riánsares y de Tarancón, Marqués de San Agustín, primer Conde de Casa Muñoz en 1848, Vizconde de Rostrollano y de la Alborada en 1849, Coronel retirado de caballería, y casó en 1861 con Doña Eladia Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, hija de los octavos Marqueses de Campo Sagrado, de quienes descienden el actual cuarto Duque de Riánsares y el tercer Duque de Tarancón.

Cita luego, sin mencionar la fecha de su nacimiento, a D. Juan María, primer Conde del Recuerdo en 1848 y Vizconde de Villa Rubia en 1849, segundo Duque de Montmorot, en Francia, y ayudante del Emperador Napoleón III, y a D. José María, primer Conde de Gracia en 1848 y Vizconde de la Arboleda en 1849, nacido en París el 21 de Diciembre de 1840 y fallecido en Pau el 17 de Diciembre de 1863. Si nacieron ambos después de la tercera hija D.ª María Cristina, que vino al mundo el 19 de Abril de 1840, o se trata de un error de fecha, o fueron D. Juan y D. José gemelos y sietemesinos. Murieron solteros, y de los Condados de Gracia y del Recuerdo es hoy poseedora la hija del Duque de Tarancón.

Pero cerremos ya la Guía de la Grandeza y sigamos

[Pág. 165] en su narración al autor del anónimo folleto. Cuando ocurrieron los sucesos de La Granja, en Agosto de 1836, se notó descontento contra Muñoz y la camarilla, y aun se oyeron algunos mueras. Asustáronse los más señalados y a Muñoz le sacó ocultamente, por las minas de las fuentes, el día 13, el clavero de aquel Sitio, Dionisio Arias, que lo llevó a Madrid, donde se escondió. Desde entonces no se le volvió a ver en público con la Reina y aun en Palacio se redujo a la oscuridad en el departamento que se conocía con el nombre de la jaula de Muñoz.

Todos estos hechos los refieren los anónimos folicularios, con otros pormenores y comentarios que suprimimos, relativos a la camarilla de la Gobernadora, compuesta de los padres de Muñoz y su hija Alejandra, camarista; D. José Muñoz, Contador del Real Patrimonio; Don Marcos Aniano González, Confesor de Su Majestad, Capellán de honor, Administrador del Buen Suceso, prebendado de Lérida y Deán de la Habana; D. Juan González Caboreluz, afrancesado, ayo de la Reina Isabel; D. Serafín Valero, hijo del dómine de Tarancón, Administrador de Vista Alegre; D. Miguel López de Acevedo, Director de la Casa de la Moneda; D. Atanasio García del Castillo, Administrador que había sido de la Casa de Campo y del Alcázar de Sevilla; el ex jesuíta D. Juan Gregorio Muñoz, y otros, que a título de parientes o paniaguados trasladaron desde Tarancón sus reales a la Corte.

La hoja Del Labriego fue íntegra y textualmente reproducida en el artículo de El Eco del Comercio, con una introducción titulada La cuestión de la Regencia, en la que se dice que el objeto de esta publicación es el de permitir a la Reina y sus amigos el desmentir, si es falsa, la noticia del enlace de D.ª María Cristina con un tal Muñoz; siendo un beneficio para la causa común que se debata en la Prensa y en la tribuna lo que en particular se refiere por las plazas y por las calles sin la menor reserva. Pero claro está que el verdadero objeto del folleto era probar que la Reina, por este enlace, que se tenía por cierto y por

[Pág. 166] notoriamente fecundo, se hallaba incapacitada por las leyes para ejercer la regencia y aun la tutela de sus hijas.

«Nadie nos gana a independientes, dice el autor de la introducción; nadie ha clamado antes, ni con más energía que nosotros, contra el influjo extranjero, ya sea ultrapirenaico, ya sea ultramarino; nadie ha hecho más que nosotros para quebrantar el yugo insultante de la diplomacia; nadie más ardientemente anhela verle despedazado. Pero en medio de nuestro fervoroso españolismo, pecaríamos de imponderable falta de instrucción, si olvidáramos que la España está colocada en Europa, y que así como no es dado ni a los pueblos ni a los reyes segregar a nuestra nación de la comunidad de intereses del mediodía, ni detener su movimiento progresivo en la carrera de la civilización, así tampoco nos es dado a nosotros separarnos súbitamente de nuestro lugar, anticiparnos a los tiempos, atraer hacia nosotros el porvenir y levantar ya el lábaro que ha de guiar en su marcha política a las humanas generaciones.

»Por esto nos cumple distinguir las cuestiones puramente domésticas de lasque con las exteriores se rozan; y entre estas últimas tal vez no se agita hoy ninguna de mayor transcendencia que la enlazada con el gobierno personal de la Reina gobernadora; cuestión sencillísima por una parte, y por la otra erizada de inconvenientes; pues si bien no cabe duda acerca del poder que en las Cortes reside para aumentar o modificar la Regencia, podría dar lugar a serios debates el intento de cambiarla de raíz, supuesta la idoneidad de la Reina viuda para su desempeño.

«Pero he aquí que, hallándose las cosas en semejante predicamento, aparece un escrito asegurando que la Reina no es viuda; que ha contraído nuevos esponsales y que de ellos se ha originado una nueva familia y, por consiguiente, nuevos intereses, nuevas miras y nuevos vínculos. Su lectura nos ha sugerido varias reflexiones, que al juicio del público sometemos.

[Pág. 167] «Condenamos, ante todo, de la manera más absoluta, el tono irreverente que para hablar de la augusta Reina gobernadora se emplea. Supongamos que, con efecto, resolvió dar su mano a quien supo merecer un lugar en su corazón, ¿hay, acaso, en esto algún crimen moral, algo que rebaje a la mujer o la envilezca, desnivelándola de la estimación en que tenemos a las mujeres?

«Bien sabemos que se nos contestará que no se acriminan las nupcias de la Reina, ni se maldice de su tálamo, sino que se la culpa por conservar la regencia cuando las leyes no se lo permitían. ¿Y qué? ¿Nada ha de concederse, absolutamente nada, a los sentimientos de una madre que no quiere abandonar las hijas del primer matrimonio? ¿No será siempre, para la Regente, un día de amargura aquél en que dé el último beso a nuestra Reina Isabel? ¿O se pretende, acaso, que de corazón y de afectos carecen los monarcas, y que el orgullo, la avaricia y la sensualidad son los resortes únicos de sus almas?...

«Otro hecho queremos señalar antes de concluir este breve exordio. Sea verdadero, sea falso el suceso a que el dicho opúsculo se refiere, los circunstanciados y hasta prolijos pormenores en que abunda, deben haberse entendido por persona íntimamente relacionada con Su Majestad e instruida en los más recónditos arcanos del Palacio. Para los demás, semejante conocimiento sería imposible. ¿Dónde están, pues, la moralidad, la lealtad, el pundonor de los palaciegos? ¿Qué gentes son éstas, que primero apadrinan y después venden los secretos de sus bienhechores? ¡Cuán legítima no es la revolución que a derrocar su poder se dirige!»

Estos maldicientes y tendenciosos opúsculos, que en 1840 se imprimieron y repartieron profusamente, y son hoy, por obvias razones, de tan extremada rareza, que no se encuentra un solo ejemplar en nuestra Biblioteca Nacional ni en la de la Real Academia de la Historia, respondían al fin político que entonces perseguían los ayacuchos, o sea(n) los compañeros de armas de Espartero, de

[Pág. 168] acuerdo con los progresistas, de elevar al Duque de la Victoria a la regencia, no ya en unión, sino en sustitución de D.ª María Cristina. Pero muchos años antes había sufrido gran quebranto el prestigio y la popularidad de la Reina gobernadora, desde que su viudez oficial, su clandestino y discutido enlace y sus frecuentes y mal disimulados embarazos, fueron pasto de la pública murmuración.

La de la gente palatina y cortesana, así como la de los corifeos del partido moderado, era muy discreta, pareciéndoles, no sólo disculpable, sino plausible cuanto hacía la Reina, mujer vehementísima y por demás hermosa, si bien no les placía que siguiera los consejos de una camarilla irresponsable, en que los Muñoces habían sucedido a los Chamorros. Pecaba, en cambio, de descomedida la de los burgueses y populares y la de los progresistas, que entre ellos reclutaban sus adeptos, habiendo dejado de ser la Reina el ídolo que era de estas clases, y no viéndose, después del casamiento, a las mujeres de la burguesía y del pueblo con los lazos azul celeste, que llamaban azul cristino, con que antes todas se adornaban. En cuanto a los carlistas, las noticias de la Corte de Madrid llegaban a la de Oñate, y la conocida fecundidad de la Reina Masona, como llamaban a D.ª María Cristina, hízoles forjar epigramas sobre tan resbaladizo asunto, siendo el más inofensivo el que le atribuía haber tenido más muñoces que liberales había en España. Claro es que, a pesar de los encierros en los sitios reales y de las precauciones que para disimular su estado interesante tomaba la Gobernadora, cuando a Madrid venía a presidir alguna ceremonia oficial, no le era posible ocultarlo, por lo que una aristocrática dama, que tenía más de apostólica que de cristiana, y se hizo temible en la Corte por su lengua mordaz, y su agudísimo ingenio, la Condesa de|Campo de Alange
[Nota 10. D.« María Manuela Negrete y Cepeda, sexta Condesa del Campo de Alange, nació en Madrid el 16 de Junio de 1809, casó en París el 23 de Octubre de 1826 y murió en Madrid el 16 de Abril de 1883],

hubo de decir de la Reina que era

[Pág. 169] una señora casada en secreto y públicamente embarazada.

La guerra civil y la política no permitieron a D.ª María Cristina disfrutar tranquilamente de los honestos goces que su segundo enlace le brindaba. Duró la guerra tanto como la regencia, y lejos de haber domado la facción empleando el rigor fernandino, tan grato al difunto Monarca, recorrieron los carlistas, que mandaba Gómez, toda España, y a las puertas de Madrid llegaron los de Zaratiegui y el mismo Pretendiente, y pudo verlos la Reina con ayuda de anteojo desde los balcones de Palacio. Acrecentóse el caudillaje, a que es la tierra española tan propicia, y la fuerza armada, con su tradicional indisciplina, se puso al servicio de la política, y se pronunciaron, imponiendo su voluntad a la Gobernadora, los sargentos en La Granja y los oficiales de la Guardia en Aravaca, y cuando llegó el turno a los Generales ayacuchos, no quedó a la Reina otro recurso que el de la abdicación y el ostracismo, embarcándose en Valencia para Francia. En cuanto a la política, más que arte de gobernar, dijérase que era el de medrar, siendo el más fácil camino para llegar al poder el pronunciamiento militar, la conspiración urdida en las sociedades secretas o el soberano antojo, en el que tanto influye la camarilla palatina. Aunque era Cristina mujer de claro entendimiento y ánimo varonil, faltábanle para el mando las condiciones de carácter que dieron a otras Reinas y Emperatrices merecida fama de gobernadoras. Dejábase guiar por las personas a quienes otorgaba su amistad y su confianza, entre las que era natural figurase en primer término aquella a quien había entregado, con su corazón, su mano izquierda, y si bien D. Fernando Muñoz vistió el mismo uniforme de guardia de Corps con que D. Manuel Godoy empezó a servir a sus Reyes, no llegó a usar el de Ministro, siquiera funcionara en la sombra de consejero irresponsable, ni dejó de ser, aun en el lecho conyugal, según Pérez de Guzmán, antes súbdito que esposo.

[Pág. 170] La Corte de España, durante la regencia de Cristina, perdió mucho del fausto y la etiqueta que, hasta en su destierro del Palacio Barberini, y a pesar de las estrecheces que pasaron, por la ruindad de Fernando VII, sus augustos padres, mantuvieron los Reyes Carlos IV y María Luisa. La democratización de la Corte atribuyóse a varias causas: a la sencillez a que estaba acostumbrada en Palermo la Princesa napolitana, al afán que tenía la joven Reina de bailar y solazarse honestamente y con poco gasto, fuera de casa y, sobre todo, al trato burgués de la familia y amigos de su segundo esposo, que eran los tertulianos de Palacio. El alarde que de su parentesco hacía esta familia clandestina, llamó la atención de propios y extraños, y un francés, Charles Didier, que pasó un año en España, y de sus impresiones dió cuenta al público en un libro, critica cosas tan inocentes como el que los padres de Muñoz ocuparan en el teatro el palco de proscenio frente al de Su Majestad, pasearan en el Prado en carruaje tirado por tres mulas, y al despedirse de la Reina, en sus frecuentes visitas a Palacio, le dijeran: Adiós, hija.

A ejemplo de su hermana, la Infanta Luisa Carlota, organizó Cristina unos bailes, que en el Carnaval eran de máscara, en casa del Conde de Altamira, a los cuales se entraba por convite especial de Su Majestad, aunque a nombre del Conde. Ninguno de los concurrentes ignoraba los amores de Cristina y de Muñoz y los vínculos que secretamente los unían; pero si alguna duda hubiesen tenido, habríala disipado la pública ostentación que hacía la Reina de su pasión por el favorito, que, venido a mejor fortuna, realzaba con mayores encantos su varonil belleza. En uno de aquellos bailes de Carnaval veíase al Conde de Toreno, al Ministro Moscoso de Altamira, al General Freire y a otros personajes haciéndole la corte a Muñoz, que vestía de arriero manchego, sin careta, y los demás de uniforme, excepto Toreno y Moscoso, que estaban de rigurosa etiqueta. Mientras la Reina bailaba, cenaba Muñoz con Acevedo, Herrera y algún otro amigo-

[Pág. 171] fe; pero en cuanto paró la música, por haberse acabado el rigodón, saltó Muñoz como un corzo para presentarse en el salón y que no le echara de menos el ama, como llamaba a Su Majestad.

Nada más cómico, dice Didier, que esa colaboración de la Reina y de un Grande de España para dar bailes baratos, y ciertamente, no debían costarles mucho, porque sólo ponían la casa, las luces y la música. Cuanto se consumía era de pago, aunque fuese un vaso de agua. En el cuarto de los refrescos, servíanlos unos mozos en mangas de camisa y con delantales y manos poco limpios, y como allí se permitía fumar, el olor del tabaco, mezclado al de las lámparas de aceite, llegaba hasta el salón de baile. El amo de la casa, que era de diminuta estatura y a quien se le suponía casado con su cocinera, metíase en un rincón, donde nadie le hablaba ni hacía caso, mientras sUs ilustres antepasados, fijados en el lienzo por grandes artistas, presidían la fiesta con altanera y desdeñosa mirada. La Reina, que adoraba el baile, no paraba un momento, bailando con cuantos la invitaban. Media docena de decrépitos hidalgos tomaba lecciones de baile en casa de la Marquesa de Valverde para perfeccionarse en el difícil arte de la danza y poder disfrutar del honor y el placer de tener a la Reina por pareja; y dice Didier que vió a Su Majestad bailando una galop con un diplomático que pasaba ya de los setenta. No menos edificante era la pública familiaridad de la Reina con el favorito, que desempeñaba sus funciones de Gentilhombre de lo interior como cualquier buen marido. La milicia urbana prestaba servicio las noches de baile en casa de Altamira, y rendía también su tributo a Terpsícore, sintiéndose llenos de orgullo aquellos uniformados ciudadanos, cuando su brazo, armado en defensa del Trono de Isabel II, ceñía el opulento talle de la hermosa Cristina.

Es indudable que D.ª María Cristina se consideraba casada ante los ojos de Dios, y si lo ocultaba ante los hombres era por no perder la regencia y la tutela de sus

[Pág. 172] hijas, en lo que influían a la par el maternal afecto y la razón de Estado, y aun quizá cuestiones secundarias de intereses materiales, que tuvo siempre en cuenta la Gobernadora. Hasta en los últimos momentos de su regencia, cuando se decidió en Valencia a renunciarla, el 12 de Octubre de 1840, y se empeñó entre ella y los Ministros que acababan de jurar un largo y animado debate sobre la manera de llevar a cabo la renuncia y las causas en que debía fundarse, como el Ministro de la Gobernación, D. Manuel Cortina, aludiera, entre estas causas, al matrimonio de Su Majestad, contestó al instante la Reina: «¡Oh, no; eso no es cierto!»

No era, en efecto, cierto que estuviese casada María Cristina con Muñoz, aunque ella, negándolo en público, en su fuero interno lo creyera. Aquel matrimonio que, por huir del pecado, había de prisa y clandestinamente contraído, no era válido, porque le faltaba la intervención del cura párroco, prescrita por el Concilio tridentino, que era ley del reino. No estaba, pues, ni canónica ni civilmente casada, y todo su afán de estar a un tiempo bien con Dios y con Muñoz resultó vano. Había con él vivido maritalmente, creyéndole su legítimo esposo y habíale hecho padre de numerosa prole; pero todos estos años habíalos vivido, y aun seguía viviendo, en pecado mortal; lo cual angustió sobremanera a la augusta señora cuando lo supo.

Derribado Espartero y el Ministerio progresista que presidió Olózaga, regresó a España la desterrada Reina, y el 4 de Abril de 1844 entró en Madrid, el mismo día en que enterraban a Arguelles. No la acogió el pueblo madrileño con el entusiasmo con que la recibió por vez primera cuando vino a casarse con Fernando Vil o cuando regresó de La Granja en 1832 con deslumbradora aureola de Reina liberal y clemente. Venía llamada por el partido moderado, con el que había conspirado en París y al que había unido su suerte. No era ya la joven hermosa y lozana, cuya sonrisa embelesaba a la muchedumbre callejera.

[Pág. 173] Habíanla ajado ios inexorables años y los frecuentes alumbramientos y los cuidados de la gobernación y las amarguras del destierro. Había perdido el talle su esbeltez y el rostro su frescura.

Desempeñaba la presidencia del Consejo de Ministros D. Luis González Bravo, mozo audaz y ambicioso, que se había dado a conocer en El Guirigay por una violenta campaña contra la Reina gobernadora y por medio del supuesto desacato de Olózaga a la Reina Isabel se había adueñado del poder. Enterada Cristina de las insolencias del periodista, porque alguien cuidó de hacer llegar a sus manos los artículos que firmaba Ibrahim Clarete, contribuyó a abreviar la vida ministerial de González Bravo y a que tuviera por sucesor al General Narváez, en quien había ella puesto toda su confianza. El nuevo Presidente del Consejo vino a ser un verdadero dictador, cosa asaz frecuente en España, donde el pronunciamiento y la dictadura militar constituyen un arte especial de gobernar, desconocido en la mayor parte de los países europeos y que en el nuestro se ha aclimatado y arraigado de tal modo, que no se considera incompatible con la Monarquía constitucional, a la que vive adherido como planta lozana y trepadora.

Vino la Reina Cristina muy santurrona, según decía Narváez. Atenaceaba su conciencia la cuestión del matrimonio y decidió legalizar su situación. Acompañada de sus hijas llegó a Barcelona, de paso para los baños de Caldas, que debía tomar la joven Reina, y allí, acongojada y llorosa, expuso a Narváez su situación y apeló a su caballerosidad para que la sacara del apurado trance.
[Nota 11. El Sr. D. Natalio Rivas posee y piensa publicar, con otros documentos de su riquísimo archivo, una interesante carta de Narváez a D. Luis Mayans, Ministro de Gracia y Justicia, dándole cuenta de estas tribulaciones de Doña María Cristina].

Había el precedente de la boda de la Reina de Nápoles D.ª María Isabel con el Coronel Del Balzo, que autorizó su hijo el Rey Fernando II, y fundándose en él expidió la

[Pág. 174] Reina D.ª Isabel II, el 11 de Octubre de 1844, un Decreto que refrendó el Ministro de Gracia y Justicia D. Luis Mayans, y que decía así:

«Atendiendo a las poderosas razones que me ha expuesto mi augusta madre D.ª María Cristina de Borbón, he venido en autorizarla, después de oído mi Consejo de Ministros, para que contraiga matrimonio con D. Fernando Muñoz, Duque de Riánsares. Y declaro que por el hecho de contraer este matrimonio de conciencia, o sea con persona desigual, no decae de mi gracia y cariño, y que debe quedar con todos los honores y prerrogativas que le corresponden como Reina madre, pero que su marido sólo gozará de los honores, prerrogativas y distinciones que por su clase le competan, conservando sus armas y apellido, y que los hijos de este matrimonio jamás quedarán sujetos a lo que dispone el artículo 12 de la ley 9.ª, título 2.°, libro X de la Novísima Recopilación, pudiendo heredar los bienes de sus padres con arreglo a lo que disponen las leyes.»

De este Decreto, que no se publicó en la Gaceta, dió lectura en la sesión del Congreso de 8 de Abril de 1845 el General Narváez, Presidente del Consejo, antes de que empezara la discusión del presupuesto de la Casa Real, en el que, en lugar de la viudedad que dejaba de percibir la Reina madre, por haber pasado a segundas nupcias con el Duque de Riánsares, se le asignaban 3.000.000 de reales como tributo de gratitud nacional por los eminentes servicios que había prestado al país. Manifestó el General Narváez que al poner el Gobierno en conocimiento del Congreso este importante documento, se proponía pagar un tributo de consideración y respeto a las Cortes para que los señores diputados supiesen lo que había sobre tan interesante materia. El documento no dió lugar a discusión ninguna.

El 12 de Octubre de 1844, D. Juan José Bonel y Orbe, Obispo de Córdoba, que desempeñaba los cargos de Procapellán mayor de Su Majestad en su Real Capilla y

[Pág. 175] Delegado apostólico de la Vicaría general castrense, procedió en Palacio a la celebración del matrimonio de la Reina Cristina con D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, Duque de Riansares
[Nota 12. Fueron testigos de la boda D. Alejandro Mon y D. Pedro José Pidal, según he oído decir],

cuya partida, así como las de nacimiento de los hijos, recibidas para ello las oportunas declaraciones de Su Majestad y de su esposo, y vistos y examinados los documentos presentados al efecto, las hizo dicho Prelado extender en libros especiales y conservar en el archivo reservado de la Procapellanía mayor.

Quedó así en paz la escrupulosa y atormentada conciencia de Cristina, no cabiéndole ya a ella, ni pudiéndole caber a nadie, duda respecto a la validez de su matrimonio y a la legitimación de sus hijos. En cuanto a D Fernando Muñoz dejó de ser el clandestino y enjaulado marido de la Gobernadora y empezaron a llover sobre él, por mano de Isabel II, las gracias y mercedes de que le colmó la enamorada esposa. Pasó el apuesto garzón a ser Teniente general por méritos y acciones que no fueron precisamente de guerra. Al Ducado de Riánsares, con la Grandeza de España, que precedió a la boda, siguió la Gran Cruz de Carlos III y el Toisón de Oro, y el Marquesado de San Agustín, y la senaduría, y la Maestranza de Ronda; y para sus hijos creáronse Ducados, Marquesados, Condados y Vizcondados.

Diez años después, el pronunciamiento de Vicálvaro, obra de O’Donnell, puso de nuevo el poder en manos de Espartero. Uno de los primeros y más graves cuidados del Gobierno fue el de poner a salvo a la Reina Cristina, cuyo palacio de la calle de las Rejas, comprado al Marqués de Santa Cruz, había sido saqueado por la plebe en la noche del 17 de Julio, y a quien los revolucionarios querían vejar y castigar duramente, proponiendo los unos que fuera encerrada en el alcázar de Segovia y los otros en un edificio de Madrid o Zaragoza. Los Clubs pedían

[Pág. 176] que se la prendiese y juzgase, embargándole los bienes. Pero al amanecer del 28 de Agosto salió Cristina del Palacio Real, donde se había refugiado con Riánsares, para Portugal, escoltada por dos escuadrones, y el Gobierno publicó entonces, con fecha del día anterior, un decreto extrañándola del reino y fundándose para ello en razones de política, que sólo podían ser apreciadas por el buen sentido público y que exclusivamente se apoyaban en el honor y tranquilidad del país. A este decreto contestó Cristina con el Manifiesto de Montemor, de 8 de Septiembre, en que decía, entre otras cosas: «Nunca creí que los partidos liberales dejarían inscribir en sus anales, para la Gobernadora de 1834, noches como la del 17 de Julio, días como el del 26 de Agosto. Esa que hoy tan duramente llaman la Extranjera, se ha mostrado más española que muchos españoles». Valióle este Manifiesto el secuestro de sus bienes, y reunidas las Cortes Constituyentes nombraron, a propuesta de D. Joaquín Alfonso, una Comisión parlamentaria de catorce diputados, encargada de averiguar los abusos que se suponían cometidos por la Reina Cristina y el Duque de Riánsares, y al cabo de seis meses de minuciosas pesquisas, presentó dicha Comisión, el 5 de Junio de 1856, su dictamen
[Nota 13. Los diputados firmantes del dictamen fueron: Joaquín ALonso; Carlos M. dela Torre; Pedro Bayarri; Laureano de los Llanos; José Antonio Aguilar; Francisco Salmerón y Alonso; Nicolás M. Rivero; Juan Antonio Seoane; Manuel Bertematí; Ambrosio González; José Trinidad Herrero; Alvaro Gil Sanz],

«que no era una acusación, sino un informe, que sometía los elementos del juicio a la justicia y a la prudencia de las Cortes». Tuvieron éstas violento fin, y quedó, por ende, el dictamen sin efecto: pero no queriendo la Reina madre que sobre ella pesaran las acusaciones formuladas por la Comisión parlamentaria, entre las que figuraban las referentes a su segundo matrimonio, encargó a los tres abogados del Colegio de Madrid, a quienes había encomendado su defensa, que dieran un dictamen examinando y apreciando

[Pág. 177] legalmente al mismo tiempo los fundamentos en que hizo descansar el suyo la Comisión de información parlamentaria. Suscribieron este dictamen D. Manuel Cortina, don Juan González Acevedo y D. Luis Díaz Pérez, dos de los cuales estuvieron encargados, con el difunto D. Manuel Pérez Hernández, de defender a la Reina si llegaba a formularse acusación que lo exigiese.

Varios fueron los cargos que formulaba el informe de la Comisión parlamentaria, relativos a la testamentaría de Fernando VII y la adjudicación del Museo del Prado a la Reina Isabel II; a las alhajas de la Corona y la desaparición del inventario; a la expedición de Flores al Ecuador para proporcionarle un reino en América al hijo del Duque de Riánsares, D. Juan, y a cierto número de negocios en que se suponía habían tenido fructuosa participación doña María Cristina y su marido. A todos estos cargos dieron cumplida respuesta los abogados encargados de la defensa de la Reina, como asimismo al referente a su segundo matrimonio, que es el único que nos interesa.

La Comisión parlamentaria, que no ignoraba cuanto la fama pública había dicho, que había leído folletos abundantes en curiosos datos, que vió insinuado en el Almanaque de Gotha el hecho de haberse celebrado este matrimonio el 28 de Diciembre de 1833, no lo creyó sujeto a duda; pero las esperanzas que abrigaba de ofrecer a las Cortes, deslindado con claridad, este asunto, no se realizaron, a pesar de las muchas diligencias practicadas con incansable afán. No se pudo encontrar la partida de casamiento, ni tampoco las de bautismo de los hijos; ni la de D. Agustín. Duque de Tarancón, que fue Guardia Marina, ni la de D. Fernando, Conde de Casa Muñoz, Cadete de Caballería. Únicamente la de matrimonio de D.ª María de los Desamparados, Condesa de Vista Alegre, con el Príncipe Ladislao Czartoryski, celebrado el l.° de Marzo de 1855 en la Malmaison
[Nota 14. La Malmaison había sido vendido por Luis Felipe a la Reina Cristina en 500.000 francos],

en el salón azul llamado de

[Pág. 178] la Emperatriz, siendo testigos de la novia D. Jesús Muñoz y Sánchez, Marqués de Remisa, y D. Manuel de Gaviria, Marqués de Gaviria, Conde de Buena Esperanza, ha servido para facilitar la copia de la partida de bautismo, presentada en la Alcaidía de Rueil. De ella resulta que se le impusieron los nombres de María de los Desamparados, María del Carmen, María del Milagro, Isabel, Fernanda, Juana; que nació el 17 de Noviembre de 1834; que fue bautizada el 12 de Diciembre de aquel año en la parroquia de San Miguel y San Justo, de Madrid, por el Presbítero D. José Velasco, Vicario de dicha parroquia, como hija legítima de D. Fernando Muñoz y D.ª María Cristina de Borbón, siendo sus abuelos maternos los Reyes de Nápoles Francisco I y María Isabel, Infanta de España, y habiendo actuado de padrino D. Juan Raimundo Pueyo Belvis de Moneada. Esta partida se inscribió y extendió por orden de D. Juan José Bonel y Orbe, Obispo de Córdoba, Capellán, Limosnero Mayor y Confesor de la Reina, el 18 de Octubre de 1844.

El Sr. D. José Vallés, en oficio dirigido a D. José González de la Vega y al Marqués de la Vega de Armijo el 7 de Marzo de 1855, declaraba que en el Archivo de la Real Capilla y Vicariato General Castrense no se había encontrado documento alguno que tuviese relación con el matrimonio de la Reina madre D.ª María Cristina de Borbón con D. Fernando Muñoz, ni con el nacimiento de sus hijos.

Y el 19 de Julio de aquel año, en respuesta a una comunicación del Gobierno, manifestó el Cardenal Arzobispo de Toledo, D. Juan José Bonel y Orbe, lo siguiente:
«Siendo Obispo de Córdoba, y cuando desempeñaba los cargos de Procapellán Mayor de Su Majestad en su Real Capilla y Delegado Apostólico de la Vicaría General Castrense, previo el oportuno expediente matrimonial, formado por mí, en el cual se puso por cabeza la Real orden que se me pasó, firmada por el Excelentísimo Señor Ministro de Gracia y Justicia, insertando en ella el Real decreto por el que Su Majestad la Reina nuestra señora D.ª Isabel II, después

[Pág. 179] de haber oído a su Consejo de Ministros, se sirvió dar su real licencia en el modo que previene la Real pragmática de 23 de Marzo de 1776, para que su augusta madre pudiese contraer matrimonio con el Excmo. Sr. D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, Duque de Riánsares; recibidas sus respectivas declaraciones de libertad y voluntad, la información de testigos y dispensadas las tres moniciones canónicas, procedí a la celebración del matrimonio, que se verificó el 12 de Octubre de 1844 en la forma que prescribe el Ritual Romano, con asistencia del competente número de testigos, extendiendo después la partida con toda la debida expresión que exigía el acto, en un libro formado al efecto, y previniendo que éste se conservara en el archivo reservado de la Procapellanía mayor.

»Con respecto a las fechas del nacimiento de los hijos no las tengo presentes con exactitud; pero sí debo asegurar que, celebrado el matrimonio, recibidas después las oportunas declaraciones de Su Majestad y su ilustre esposo, vistos y examinados los documentos presentados al efecto, se extendieron las partidas de cada uno en el modo correspondiente y con la expresión exacta de fechas y demás en otro libro, previniendo que también se custodiara en el archivo reservado de la Procapellanía Mayor, y procediendo yo en todos estos actos con arreglo a lo dispuesto por el sabio Pontífice Benedicto XIV acerca de los matrimonios llamados de conciencia.»

Este oficio del Cardenal Bonel no fue transmitido hasta el 16 de Octubre a la Comisión parlamentaria, la cual, el 10 de Noviembre, pidió noticias sobre el paradero de los dos libros y acerca de los documentos presentados para la extensión de las partidas de bautismo y del expediente matrimonial, cuya existencia en los archivos públicos y privados se había negado. El Ministro de Gracia y Justicia contestó el 24 de Noviembre que sólo resultaba lo manifestado por el Cardenal Arzobispo de Toledo y una certificación de D. Mariano Falomir, Archivero de la Real Capilla y Vicariato General Castrense, de la cual

[Pág. 180] aparece que, «después de un prolijo y detenido examen de los papeles relativos a la Procapellanía Mayor y Vicariato General Castrense no existe, entre ellos, ni las partidas referidas ni tampoco documento ni antecedente alguno que tenga relación con este asunto».

La Comisión parlamentaria propendía a creer que el matrimonio se celebró en 1833 y que se trató de ocultarlo en consideración a los cargos que desempeñaba entonces la Reina Cristina, y se inclinaba a adoptar esta suposición, porque cualquiera otra le parecía más ofensiva en el orden privado y origen de mayores responsabilidades y censuras en el político.

A esto contestaron los abogados de la Reina que era de lamentar que el buen deseo, hijo de los hidalgos sentimientos de los individuos de la Comisión parlamentaria, les hubiera conducido a adoptar una opinión contraria a la que debieron formular en vista del único dato apreciable que pudieron recoger, o sea el oficio del Arzobispo de Toledo de 19 de julio; pues para dudar de que el matrimonio se celebró el 12 de Octubre de 1844, habría que negar todo crédito al informe oficial de dicho prelado o suponer que por consideraciones puramente mundanas infringió el precepto de nuestra religión, que prohíbe la reiteración del sacramento; suposición temeraria la primera y la segunda impía, y ambas injuriosísimas para un Cardenal de la Iglesia Romana, Primado de las Españas.

Los abogados de la Reina declararon haber visto y examinado en el archivo secreto de la Procapellanía Mayor, aunque es posible que no estuviera allí el 7 de Marzo de 1855, según informaba D. José Valiés, el documento fehaciente, con arreglo a las leyes eclesiástica y civil, para probar la celebración del matrimonio, que es la correspondiente partida sacramental autorizada por el Patriarca de las Indias, después Cardenal Arzobispo de Toledo.

«A los que puedan tener la triste complacencia, que no les envidiamos —añaden los abogados en su dictamen—, de examinar la fecha del nacimiento de sus hijos, compa-

[Pág. 181] rándola con la de su matrimonio, para sacar deducciones contrarias a su decoro, sin respetar consideraciones de que nunca ni en ningún caso prescinden la generosidad y la hidalguía castellana, sólo puede, sólo debe decirse, que Vuestra Majestad ha cumplido superabundantemente con lo que Dios y los hombres podían exigir, sin retroceder ante sacrificios a que no todos hubieran tenido valor para resignarse en la posición que ocupaba Vuestra Majestad.»